La insoportable espera en el desierto
Las tropas norteamericanas se aburren mientras aguardan una orden de ataque que nunca llega
ENVIADO ESPECIALLo único que había perdido en el desierto saudí Brian Ohearn, nacido hace 20 años en Toledo (Ohio), era algo de vista por culpa de esta luz tan cegadora. Sentado al volante del nuevo jeep UHM-V, Brian, soldado de la 82ª División Aerotransportada, miraba sin interés alguno el avance de la columna de tanques Sheridan hacia sus posiciones de combate, pero la orden de atacar no llegaba nunca. ¿Qué estaba sucediendo aquí? ¿Por qué no se lanzaban ya contra el enemigo al cabo de tres semanas de preparativos?
Brian Ohearn estaba harto, y su compañero Tom Johnson, de 19 años, también: "La espera es insoportable, o nos ponen a pelear o que nos lleven otra vez a casa".Igual que en las películas de guerra, el comandante Keirsey mordisqueaba un puro. No le importaba tener sucios los cristales de sus gafas para lo poco nuevo que había que ver. Y a la pregunta de qué le asustaba más, si algo podía asustar a este hombre cuyas fuerzas habían tomado Panamá, respondió: "Me asusta aburrirme".
¿Ni siquiera las armas químicas que puede utilizar el ejército iraquí le intranquilizaban? "Eso lo exagera. Tenemos unos oficiales en el batallón especializados en guerra química y biológica. Hablan y hablan de sus peligros. No hacen más que asustar a la tropa. Pero yo lo arreglaría pronto. Si nos atacan con un misil con cabeza química, respondería con uno nuclear y, se acabó".
El comandante guardó silencio. En aquel momento se acercaban en vuelo rasante helicópteros Apache. Rugían como bestias que buscan devorar algo. El comandante Keirsey esperó a que se alejaran para volver a hablar: "Llevan un cañón de 30 milímetros y misiles". Luego telefoneó desde el HUM-V a la patrulla de rescate. Quería mostrarla y cronometrar el tiempo que tardaban en llegar los cuatro vehículos con el médico y sus ayudantes. Pero el calor -48 grados- reventaba máquinas y soldados. Tuvo que intentarlo varias veces hasta lograrlo.
Más allá, en un lugar donde el secreto militar impide que se identifique, se detuvieron un par de tanques camuflados con barro hecho de arena. "Es un maquillaje perfecto. Y cuando se acabe la guerra, se limpia y queda como nuevo", comentó el sargento Brown, de 30 años, un negro oriundo de Arizona. Se le notaba fatigado e impaciente. Los tanquistas permanecían dos días y dos noches metidos en la urna de hierro. Y eso era agotador. La tripulación de cuatro hombres se turnaba para descansar unas cuantas horas. Durante el tiempo de servicio comían alimentos secos. Pedían mucha agua. "Los primeros días pedíamos por lo menos una caja de 12 botellas de litro y medio. Luego va uno bajando. Ahora lo normal es tragarse 10 botellas. Tampoco importa que el agua parezca sopa hirviendo", dijo Brown.
Los tanques, equipados con misiles Shillelagh, sabían cómo ocultarse en los recovecos de trás de las dunas. "Los iraquíes no conocen la "orografia de esta zona del desierto saudí con la que nosotros estamos familiarizándonos. Avanzamos con táctica de película del Oeste. Un tanque va delante mientras otro le cubre. Asomas el cañón y si no hay peligro sigues avanzando. El de detrás avanza otro poco", explicó el teniente Sanders, de 24 años, nacido en Carolina del Sur. "Lo que no se puede hacer -es quedarse quieto. Conviene estar moviéndose siempre. Como las hormigas". Eso mismo parecían desde la distancia. Hormigas. Miles de hormigas arriba y abajo.
Pero no había que caer en la rutina. Imaginación y flexibilidad. La tropa, decían, no tiene que estar pensando que mañana va a ser todo igual. La guerra es siempre una sorpresa.
"Sabemos que los iraquíes son muy duros. Tienen experiencia en el combate en el desierto. Pero no son más fuertes que nosotros, asistidos por nuestra aviación y por la infantería. Además está la Marina, que sabe muy bien cómo hay que bombardear", añadió el teniente Sanders asomando medio cuerpo por la escotilla del tanque. Luego confesó a qué le tenía miedo: "A lo mismo que todos. Que cuando esto acabe y volvamos a casa no esté todo igual. Que hayan cambiado algunas cosas, que no encontremos igual a la novia. Y que los que tienen mujer y niños no los encuentren como los dejaron".
Todos dijeron ser profesionales de la guerra. Para eso habían firmado un día en la 82ª División (agrupa a 3.000 hombres), que, con los marines, es la gloria del ejército norteamericano. Si era preciso matar, matarían. "Estuve cinco años adiestrándome para no fallar. Antes de que el enemigo me mate, yo tengo que matarle a él. Es así de simple. Nunca le he quitado la vida a nadie. Pero si hay que hacerlo, se hace, porque mi país espera eso de rm", dijo Jerry Ransdell, de 24 años, nacido en Carolina del Norte, encargado del cañón de 152 milímetros y de la ametralladora de su tanque. ¿Qué sentirá este muchacho cuando vea desde el encierro blindado que despanzurra a otros hombres? "La ventaja del tanque es que no ves nada. Hay tanta distancia, cientos de metros, que no es posible verles la cara", confesó aliviado Ransdell.
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