La incultura del racismo
La resurrección del antisemitismo de combate y otras manifestaciones racistas en países de la Europa comunitaria vienen a recordarnos que el desarrollo no se expresa simplemente en términos de PBI. Que por sobre los indicadores económicos están los que dan cuenta del desarrollo cultural. Digamos, los que establecen lo armónico o inarmónico de la relación entre la riqueza que produce una sociedad y la manera de vivir de los productores.En este sentido, y como reconociera la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1977, "todos los derechos humanos y libertades fundamentales son indivisibles e interdependientes; deberá prestarse la misma atención y urgente consideración a la aplicación, la promoción y la protección tanto de los derechos civiles y políticos como de los derechos económicos, sociales y culturales".
Visto así, el derecho humano al desarrollo de la cultura es el derecho mismo a elevar la calidad de la vida. El ilustre jurista francés René Cassin -vinculado para siempre al tema de los derechos humanos- solía decir que el conocimiento sin la moral desemboca en la barbarie y que "no hay democracia sin cultura".
Lo importante es que en esto no se vea una intención elitista. Enfatizar la necesidad de expansión cultural, vinculada a los derechos humanos, a la democracia, a la paz y la seguridad del mundo, no es ni puede ser un exotismo. Tampoco es una batallita restringida de los críticos de arte, literatos o expertos en museología. Simplemente, nadie debe ignorar que los más grandes atentados contra la humanidad han sido, en su origen, atentados contra la cultura.
Un informe de 1985 del Parlamento Europeo, de la comisión de investigación del ascenso del fascismo y el racismo en Europa, sostiene con mucha propiedad lo siguiente: "En realidad, el debate en torno al racismo y al fascismo no ha sido nunca sólo político, sino desde sus comienzos cultural e incluso literario". La tesis subyacente es que mantener bolsas de subdesarrollo cultural a nivel local, nacional o internacional es una bomba de tiempo colocada contra los sistemas de protección que la humanidad se ha dado para preparar un futuro de paz y seguridad.
Quizá uno de los aspectos más importantes del Decenio Mundial para el Desarrollo Cultural (1988-1997), convocado por las Naciones Unidas, sea éste: el de enfatizar que el subdesarrollo cultural es el enemigo agazapado de las más valiosas conquistas de la humanidad. Y que combatir1c es, por tanto, una medida básica de seguridad global y una afirmación del principio de solución pacífica de las controversias. Recordemos que, como decía Pascal, "cuando la fuerza combate a la fuerza, la más poderosa destruye a la más débil; cuando se opone el discurso al discurso, aquellos que son verdaderos y convincentes confunden y disipan a aquellos que sólo tienen vanidad y mentira".
Desde esta perspectiva, el desarrollo mundial de la cultura no puede ser una utopía vulgar. Debe ser un objetivo concreto, insoslayable. Algo que podríamos concebir, restituyendo el valor a la palabra, como una utopía necesaria. El secretario general de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuéllar, un humanista confeso que vibra con los monumentos culturales de la historia, ha destacado en este contexto el papel de los hombres de la cultura:
"Es una característica de nuestra época que los académicos, científicos y líderes del pensamiento ya no pueden permitirse permanecer al margen de los grandes temas de la sobrevivencia humana y del desarrollo".
Hay que tener esto presente. Ahora, cuando la barbarie del racismo ataca de nuevo. Y no sólo desde sus reductos institucionalizados de apartheid.
es director del Centro de Información de las Naciones Unidas para España.
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