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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cultura de verano

LA INICIATIVA de las universidades de asumir un papel dinamizador de la reflexión intelectual mediante el artilugio de los cursos de verano resulta, en principio, acertada. Fundamentalmente, esa reflexión debería referirse a la propia creación científica de las universidades, contribuyendo así a sacar a la luz pública una labor a veces injustamente silenciosa o silenciada. Lo malo es que algunas universidades de verano, a juzgar por ¡a escasa entidad de algunos de sus cursos o seminarios, parecen meros escaparates con muy poca mercancía dentro, cuando no un interesado carrusel de compraventa de influencias y de imagen.No obstante, la principal objeción que cabría hacer a las universidades de verano debería partir del lamentable estado de la universidad de invierno. La Universidad española está masificada. Hace mucho tiempo que ha dejado de ser aquel idílico lugar de encuentro con el maestro, entre otras cosas, porque los buenos maestros escasean. Un estudiante, no importa de qué, puede realizar toda la carrera sin ver ni por asomo a una sola de las grandes figuras de su especialidad. Entonces, lo primero que uno se pregunta es por qué el esfuerzo de imaginación que algunas universidades despliegan para hacerse durante unos días del estío con el concurso de esos sabios, propios o foráneos (que se ponen al alcance de los pocos alumnos que suelen interesarse por la convocatoria de los cursos de verano), no se realiza durante el año académico normal. A lo mejor, con el mismo apoyo económico (de origen privado en la mayor parte de los casos) las universidades podrían ofrecer de vez en cuando a esos alumnos la posibilidad de escuchar e intercambiar opiniones con las grandes figuras de la ciencia, de la cultura y del arte; a los grandes maestros, en fin, normalmente inaccesibles durante el invierno.

Claro que algunos de esos sabios, todo hay que decirlo, no están en la universidad no por su voluntad, sino porque un sistema de incompatibilidades poco realista, o una funcionarización a ultranza de la función docente, o la jubilación anticipada, o simplemente la precariedad de los sueldos, o el conjunto de todas esas causas, los ha alejado de ella. Pero es casi seguro que a la universidad de invierno no le faltaría la generosidad de que hacen gala muchas entidades públicas y privadas a la hora de financiar las actividades de verano, y, por otro lado, la LRU ha otorgado a la institución una amplia autonomía para desarrollar todo tipo de iniciativas de este tipo. Entonces, ¿por qué no inventar los veranos de 12 meses -cultos- en la universidad?

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