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Tribuna
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La presencia

De pronto al mundo le ha dado por poner las cosas fuera de su sitio: el pan en las aceras, los presos en los tejados y unos pocos cubanos en las mbajadas. Todo está donde no tenía que estar, y eso confiere a la pintura de fin de siglo cierto surrealismo que usti ica la fotografía y la noticia. Ahora ya no se queman conventos ni se viola a las novicias. La protesta se ha vuelto sutil y poética, aprovechando la sorpresa de lo insólito o la presencia prohibida. La irrupción de unos cuantos cubanos en una embajada es, ante todo, un allanamiento de morada. Se quedan ahí, en los salones de los secretos polvorientos, y se asoman a las ventanas desafiando el orden lógico de las imágenes cotidianas como lo haría un pobre pidiendo limosna en Place Vendôme. Somos aquello que el marco dice que debemos ser. Y la caña y la caoba provocan un chirrido de sensibilidades desengrasadas que nos fuerza a tomar partido ya sea por el hombre o por nuestras circunstancias.Una embajada no es más que un alfilerazo en el mapa, tal vez una enorme quesera donde se condensan los confortables aromas de cocina y de merienda, de mamá democracia y abuela patria en un Caribe despistado. Pero esa protesta de la presencia desesperada tiene todos los matices de este fin de siglo, en el que se considera que gritar es de mal gusto y pintar la libertad en las paredes es un atentado al patrimonio. Ahora que ya hemos visto manifestaciones de antidisturbios y guardias civiles encapuchados, la protesta está aprendiendo una nueva sintaxis para poner anzuelos a la solidaridad ajena. Es esa quintaesencia de la travesura que consiste en estar donde no se debe. Porque el orden universal se basa en tener un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio. O, como decía la copla de Federico: "El barco sobre la mar y el caballo en la montaña". Pero nunca al revés, que el poder nunca resiste ni el surrealismo ni el desacato.

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