Algunos viejos amigos
Hace algunas mañanas me enviaron de la Residencia de Estudiantes un coche para que asistiese a un encuentro de amigos nacidos más o menos en los primeros años del siglo. Iban a filmar un documental y venía conmigo el joven poeta Luis Núñez, que observaba divertido los pormenores del rodaje.Allí, en los jardines, nos encontramos con muchos conocidos. Fue para mí una grata sorpresa saludar a Antonio Garrigues Díaz Cañabate, gran amigo desde 1927, al que tantas veces encontré en Roma como embajador de España, en casa de Amado Blanco -entonces embajador de Cuba-, y donde solía leerme sus poemas. También abracé a la gran novelista Rosa Chacel, reconociendo, desde lejos, al compositor Joaquín Rodrigo. Pero mi mayor alegría fue estar de nuevo junto a José Bello, el grande y divertido Pepín Bello, archivo único de todo lo que pasó durante los más felices días de la Residencia. Estaba todavía convertido en el más destacado representante y creador del carnuzo y del putrefacto, igual que si volviésemos a sus gloriosos y desenfadados años de la Residencia. Pepín -déjame que te llame así y no José, como quieres ahora que me dirija a ti respetuosamente-, no se me ha borrado ningún momento de aquellos días, que me traen una auténtica y feliz palpitación. Nos unimos estrechamente para crear una literatura en la que no existiera imaginación alguna, que todo fuese de tal realismo que no asomase la más mínima sombra de originalidad...
Éste es el perro del hortelano / que tiene la cola atrás y la cara delante.
Aunque a primera vista parezca fácil de escribir tales cosas, tuvimos que rechazar muchos intentos, antes de conseguir aquella lograda no invención. Más tarde pretendimos hacer una ópera que rompiese con todos los convencionalismos de este género que, desgraciadamente, no se llegó a representar. Aún recuerdo el comienzo. Decía: "El príncipe está histérico, el príncipe está histérico, ¿qué le darán? En efecto, estoy histérico, en efecto, estoy histérico, ¿qué me darán, qué me darán? El príncipe lo que necesita es viajar, que le traigan un globo para ir a ultramar. ¡Sí, sí, un globo, un globo!", respondía el coro.
A Federico le gustaba mucho nuestra tendencia hacia el cretinismo y nuestra total falta de imaginación. Alguna vez yo lo recordé, cuando por fin fui a Granada, mucho después del fusilamiento del poeta. Durante esos días pensaba mucho en aquel tiempo en el que Pepín y yo logramos verdaderos poemas exentos de toda invención, siendo el más famoso el ya citado del perro del hortelano. Poco después del nuevo encuentro y de la charla sobre nuestra divertida relación literaria, viajé a Granada para dar un recital, nada menos que en el bellísimo patio de los Arrayanes de la Alhambra, cuyo largo y estremecido estanque está rodeado de una bordura, tensa y verde amarillento, de la que recibe su nombre. Una caída de tarde maravillosa, con un cielo lleno de vencejos que volaban a ciegas agitando con sus extrañas vueltas el silencio del recital. Comencé con el poema que escribí el día que por la puerta de Elvira entré en la ciudad recibiendo la llave de manos del alcalde. Nunca he sentido el eco de mi voz resonar más armoniosamente que junto al viejo romance de la pérdida de Alhama, mezclada con algunos versos de Ben Zauruk, escritos con luminosa caligrafia árabe en los muros de la Alhambra, y unida a algunos breves poemas de Federico, en cuyas estrofas sobre el Guadalquivir se enlazaban ya sus afluentes, el Genil y el Darro.
El silencioso gran poeta Ángel González se encontraba entre el público que me escuchaba. En varias ocasiones estuve cerca de él durante mi viaje granadino, pero sólo le oí hablar para aclararme que el vencejo no tenía plumas y era como un silencioso ratón volador que daba vueltas en el cielo obsesivamente.
Esta noche, mientras escríbo, recuerdo también a otros viejos amigos, tan lejanos ya, de los años argentinos, poetas como Oliverio Girondo, Enrique Molina, González Lanuza, Ricardo Molinari... y otros, que no tenían nada que ver con la literatura, como Antonio Aresté -cuñado del muy prodigioso arquitecto catalán Antonio Bonet- y su arcangélica y paciente mujer, Beatriz, con los que María Teresa y yo pasamos días inolvidables durante tantos años. Antonio era un ser encantador, divertido, alegre y enamorado de todas las mujeres, especialmente de la suya. Con él formaba yo una singular pareja de baile con la que poníamos broche final a cuantas fiestas asistíamos. Antonio se envolvía en una colcha o en un mantel, mientras yo hacía lo mismo con cualquier prenda del cortinaje, y rematábamos el atuendo subiéndonos a la cabeza un ramo de flores o la primera maceta que encontrábamos. Completaba el aplaudido espectáculo un gaditano, grandioso y excepcional, Paco Vaca, que nos jaleaba cantando con frenesí La Zarzamora, copla que había popularizado en Buenos Aires Miguel de Molina.
Inolvidable Antonio Areste, ya perdido para siempre, sonriente e inagotable en mi recuerdo, sobre todo cuando nos relataba su cuento preferido: El dicharachero. Trataba éste de un muchacho que iba a confesarse de lo que él creía un grave pecado: ser un dicharachero. El sacerdote no encontraba motivo alguno para no absolverlo de lo que aquél creía era una falta grave. Para poder lograr su propósito, le dijo en plena confesión: "Padre, dígame, por ejemplo, Antoñillo". Ante su insistencia, el cura así lo hizo, y el presunto pecador le respondió con rapidez: "Pues ande, y que le den por el culillo". Indignado, el sacerdote le contestó: "Tú no eres un dicharachero, tú lo que eres es un hijo de la gran puta".
C Rafael Alberti
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