Pereza y lujuria de una feria
Hay tradiciones perdidas que descansan en vínculos de comunicación que, por no ajustarse a las necesidades de relación de una formación social en movimiento, acaban desapareciendo. Y así, para que el novio festeje a la novia resulta innecesario el uso de carabina, eterna acompañante. Como tampoco cantar a la amada una serenata al amanecer.Pero hay tradiciones, sin embargo, que se resisten a desaparecer. Coinciden estas últimas con manifestaciones festivas de carácter popular, aunque, con el tiempo, ese pueblo al que representan llegue ya a abrazar otro perfil.
Y así, desde principios de siglo, la Feria de Julio, con algunos paréntesis, ha anunciado, con jolgorio, la estación del verano. Poco o nada tiene que ver aquella Feria de Julio que nació en los primeros años del siglo con la que hoy se nos ofrece. Aquella respondía a una ciudad abarcable, que concentraba su fiesta en la Alameda, y la de hoy responde a una ciudad sin fronteras. Aquella expresaba las necesidades de una mayoría social campesina y la de hoy manifiesta la posmoderna variedad de gustos de una metrópolis atravesada de deseos.
Ha perdido protagonismo la batalla de flores porque la huerta ha disminuido y los hierbajos cuestan caros, pero también porque para lucir el palmito las discotecas se bastan. El pabellón de la Exposición, si se montara, no daría cabida a tanto poder local. Pero también, si se exhibiera, rodearía de anacrónico localismo a aquellos que, teniéndoselas que ver con la Europa sin fronteras, reproducirían su soberanía en una estructura de cartón piedra, que remeda el clasicismo con inefables motivos huertanos. Poca cosa cuando asistimos hoy a la visión de la puerta de Brandemburgo por el Este y el Oeste.
Quedan, eso sí, los toros para dar gusto a un público fiel que inventaría feria taurina sino la hubiera. Queda la feria, la sustantiva, la ambulante, la del tiro al plato, el algodón pringoso y la gustosa adrenalina de la noria.
Pero, sobre todo, queda el verano. Ese verano mediterráneo -humedad alta y temperaturas superiores a los 30 grados- que estimula la pereza con el sol y la lujuria con la luna. Dos pecados capitales sin los que no habría fiesta, ni feria, ni mes de julio en Valencia.
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