Fidel Castro y los españoles
Fidel Castro ha sido un sostenedor de su propio mito y de la mitología de la Revolución Cubana, que consiguió penetrar con fuerza en la mente occidental y que encontró defensores apasionados en las tribunas más impredecibles. Castro fue admirado y defendido desde sus comienzos y durante largos años por industriales italianos y franceses, periodistas y filántropos norteamericanos, falangistas españoles e intelectuales de las más variadas latitudes. Siempre sospeché, en cambio, que los sectores donde su estilo, sus interminables discursos, su gesticulación típica, impresionaban menos, eran ciertos partidos comunistas ortodoxos y, sobre todo, los países europeos del Este. Castro causaba furor entre los estudiantes de la ribera izquierda del Sena, aunque fueran hijos de millonarios, e impresionaba bastante poco a los intelectuales de Polonia, de Hungría, de Checoslovaquia. Ni siquiera los soviéticos, que consolidaron su alianza con Cuba en los años eufóricos de Nikita Jruschov, se sintieron nunca muy cómodos con ese aliado.La historia de la popularidad de Fidel Castro, la de su mito personal, ha sido una historia de paradojas, contradicciones, contrasentidos sorprendentes. Mientras un diputado de Polonia, experto en cuestiones internacionales, me decía al oído, en un mesón de las ramblas de Barcelona, hacia mediados de la década de los setenta, que yo sólo me había limitado a mostrar, en mi libro sobre Cuba, que "el rey andaba desnudo", un ex falangista catalán pasado al filocomunismo vociferaba en un café cercano, con ojos llameantes, que si yo no abandonaba de inmediato el lugar, él, defensor de todas las causas justas de este mundo, se encargaría de expulsarme a bofetada limpia. Menos mal que yo había estudiado algo de box en mi juventud y que iba acompañado de un par de amigos fieles.
Castro siempre ha sido consciente de estas contradicciones. Siempre ha sabido jugar con ellas y explorarlas en favor suyo. Ha sido como un prestidigitador que voltea su sombrero de copa, en el momento más difícil, y saca de adentro a un novelista colombiano, a un laborista inglés, a un industrial del norte de Italia. Ha sido inasible: agresivo, espectacular, y al mismo tiempo escurridizo; seductor y violento; suave y brusco. La historia de las relaciones de este ex alumno de jesuitas con la Iglesia católica, por ejemplo, ha provocado ríos de tinta, pero todavía no ha sido bien contada. Castro reprimió y alagó, impidió durante largos años que los jóvenes creyentes pudieran ingresar a las universidades cubanas, pero a la vez procuró atraer a los sectores católicos de izquierda de todo el continente.
Otra historia interesante, que todavía espera ser contada, es la de sus relaciones con España, la de Franco y la de ahora. Él, en los comienzos de su revolución, sabía. que el franquismo, a pesar de encontrarse en las antípodas ideológicas, estaba obligado a cultivar sentimientos nacionalistas, y, calculó que esos sentimientos se verían exaltados por su ruptura con Norteamérica, especie ele revancha tomada por el hijo de españoles después de las humillaciones sufridas en la guerra del 98. Previó esas emociones de los españoles, ese revanchismo de país aislado por una candidatura, con notable exactitud. El régimen de Franco fue de los factores que ayudó a Fidel Castro a superar el bloqueo norteamericano. 'La F de Fidel", me dijo una vez Guillermo Cabrera Infante, "tiende a confundirse con facilidad con la F de Franco". Cuando los intelectuales cubanos, sin duda por instrucciones superiores, escribieron su carta contra Pablo Neruda en 1966 (caso muy revelador de hostilidad contra un comunista ortodoxo que se había vuelto equilibrado, moderado), el centro de operaciones para distribuirla por el mundo fue Madrid. El poeta escribió en sus memorias: "Resultaba siniestramente divertido recibir esos sobres tapizados con retratos de Franco como sellos postales, en cuyo interior se acusaba a Pablo Neruda de contrarrevolucionario".
No es nada de extraño que Castro haya decretado tres días de duelo oficial en su isla, en su ínsula Barataria, con motivo de la muerte del general Franco, y que no le haya rendido el mismo homenaje a Mao Zedong, que era, al fin y al cabo, un ídolo caído, y que tenía muy poco que ver con Galicia, o con el hundimiento del Maine, o con el pensamiento de san Ignacio de Loyola. Castro, más allá de las ideologías, admiraba al hombre fuerte que había sabido mantenerse en el poder. Los hombres fuertes son así. Otro de esos personajes, en vísperas de la derrota electoral que no había imaginado, el general Augusto Pinochet Ugarte, declaró en una entrevista célebre, publicada -en Ebro con el título de Ego sum Pinochet: "En todo caso, yo reconozco a Fidel Castro como un valiente. No es que lo admire, pero no cualquiera puede ser valiente. Cualquiera se asusta ante una potencia como Estados Unidos. Y Castro no se achicó...". Ya ven ustedes. Somos reacios, obstinadamente reacios, a entender la mentalidad autoritaria o totalitaria. Después del franquismo, Fidel Castro, como es natural, ha querido mantener sus relaciones más o menos privilegiadas con España, pero una democracia moderna, un socialismo que respeta las leyes del mercado, son fenómenos de finales de este siglo que él observa con distancia, sin la menor simpatía. Sus categorías intelectuales son perfectamente ajenas al posmodernismo o a la caída de los muros materiales e ideológicos. Sin duda, no entiende todavía lo que ha ocurrido en Europa del Este, o el hecho de que Augusto Pinochet haya sido derrotado en un plebiscito que había convocado él mismo. Aunque no lo diga por razones tácticas, el socialismo de España y de otros países europeos debe parecerle una aberración completa, un engendro indigno de su nombre. Eso de que el ministro Fernández Ordóñez sea "un angustiado administrador colonial" es una frase de antología, que no retrata, desde luego, al propio Fernández Ordóñez, pero que revela, en cambio, la mentalidad de Fidel y de sus inmediatos seguidores, que derivan a la extravagancia en la medida en que pierden contacto con las realidades contemporáneas.
es escritor y diplomático chileno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.