AÑO 1994
La gran catástrofe se inició un día de primavera de 1994. No fue nada espectacular. Una de las ollas de hormigón de la central nuclear de Vandellós comenzó a supurar cierta clase de humo color calabaza, y éste se fundió con la luz del crepúsculo. Esa misma noche vibraron las agujas, aunque la alarma sonó al amanecer. Se había producido un ligero escape radiactivo que no pudo ser controlado en ese instante, y nadie supo tampoco cómo detener la noticia sin crear más pánico todavía. La autoridad mandó cortar de momento el paso por la autopista, carreteras y caminos de esa zona del litoral mediterráneo, y también prohibió la navegación por aguas de la costa a esa altura, pero la orden nunca hubiera sido necesaria. Ni las personas, ni los animales, ni las mercancías han franqueado desde entonces en ningún sentido esa tenue barrera de neutrones, y ahora que han pasado varios años estoy sentado sobre una piel de cabra en la cumbre de la sierra de Espadán contemplando toda la desolación de la tierra, y mientras devoro raíces y saltamontes a semejanza del profeta más deslumbrado, descubro a lo lejos Benidorm deshabitado bajo el polvo, con sus discotecas llenas de hierba hasta la rodilla y todos los hoteles de esta orilla igualmente desiertos, cuyas puertas se hallan a merced del pestilente siroco que las bate. También llega hasta aquí el hedor de innumerables cosechas podridas en el árbol debido a la misma maldición. Nadie ha osado jamás desde aquel día comer una naranja u otro producto de la tierra que tuviera que atravesar el espacio radiactivo de Vandellós, convertido en un cuello radiactivo de botella para millones de gentes y productos. Desde la cumbre de este monte diviso la aciaga tierra de Valencia, donde ahora crecen los cardos borriqueros en el vestíbulo de los bancos. Y, no obstante, los científicos aún hoy afirman que el escape nuclear de 1994 fue algo sin importancia, pero seis años después, en el filo del milenio, yo voy vestido con una piel de cabra vagando entre las alimañas por el yermo.
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