Consideraciones en torno al aborto
Como dice el título, no tanto sobre el aborto como en torno. No me propongo ahora decir nada directamente sobre este debatido asunto. Mis opiniones al respecto constan en un estudio incluido en el libro Ética aplicada, escrito en colaboración, y a la vez separadamente, por mi mujer, Priscilla Cohn, y yo. Mi tema ahora no es propiamente el aborto sino una de las consecuencias de los debates que se han venido suscitando alrededor del mismo.La consecuencia es ésta: varios obispos católicos en Estados Unidos -no sé si también en otros países- han insinuado la posibilidad de excomulgar a católicos que disientan de lo que es por el momento doctrina de la Iglesia: la oposición terminante al aborto en casi todas las circunstancias, y no digamos cuando una mujer recurre a él para terminar un embarazo (que es lo que explica por qué los que permiten el aborto no son necesariamente partidarios de él y rechazan que se les llame pro-aborto en vez de simplemente pro-elección).
Los amenazados de excomunión pueden ser, en principio, cualesquiera personas que profesen la fe católica y que puedan desviarse de la doctrina oficial sobre el aborto, pero la amenaza se ha centrado en muy pocos individuos que ocupan cargos públicos para los cuales han sido democráticamente elegidos y que, aunque personalmente y en virtud de sus creencias morales y religiosas se oponen al aborto, juzgan que deben tener en cuenta las opiniones contrarias, incluyendo las de ciudadanos no católicos en favor de la pro-elección, siempre que no contravengan las leyes vigentes. La razón básica para adoptar esta actitud que los sitúa en conflicto con autoridades eclesiásticas es que estiman que es la más apropiada para toda persona que haya sido elegida para un cargo público en una sociedad democrática pluralista y cívica y políticamente secular.
Me referí a este mismo punto, e inclusive a uno de los hombres públicos más visibles en esta (para él) incómoda situación, el gobernador de Nueva York, Mario Cuomo, hace ya un tiempo y en estas mismas páginas, pero, por lo visto, el asunto sigue en pie y merece unas palabras a la vez confirmatorias y suplementarias.
Para entender por qué la mera posibilidad de una amenaza de este carácter es muy importante para las personas objeto de ella hay que tener en cuenta que para un católico la excomunión es un asunto grave. Y por dos motivos.
Uno porque desde el punto de vista católico (también de otras iglesias, pero no compliquemos las cosas más de lo que ya lo están) lo más importante en la vida es -o debería ser- lo que se ha llamado a veces el negocio de la salvación (donde la palabra negocio equivale justamente a cosa muy importante, a diferencia del ocio, que se estima de menor categoría). Según este punto de vista, lo más decisivo para cada cual es o, una vez más, debería ser, el salvarse o el condenarse, y de ahí la pregunta: "¿De qué sirven las riquezas, la fama, el placer, la felicidad, etcétera, si se pierde el alma?". Pregunta retórica, porque se supone que la respuesta sólo puede ser: "Para nada".
La persona para quien la posibilidad de excomunión es asunto tan grave tiene que ser de verdad, y no de mentirijillas, un católico, es decir, un sincero creyente y un puntual practicante, porque de no ser así tendría poco sentido la amenaza de exclusión de la comunidad. Esto presupone, desde luego, que no vale la tesis "una vez católico, católico para siempre" que, contra lo que algunos podrían pensar, no honra necesariamente el ser católico. Si el serlo es cosa muy respetable, tiene que deberse a que ha sido resultado de una elección (o confirmación) libre, no a que pueda compararse a un tatuaje imborrable impuesto cuando no se tiene plena conciencia de ello. Siendo el ingreso voluntario en una comunidad de creencia que afecta al conjunto de la conducta humana realmente fundamental, ha de serlo asimismo la posible salida de ella. Si alguien no quiere pasar por este trance, lo mejor será, como creo que escribió en una ocasión André Gide, abstenerse de pertenecer a una comunidad de esta índole. Cuando -para citar otro ejemplo, por lo demás, muy diferente- los partidos comunistas fueron en este sentido (y otros muchos) totales, no era infrecuente que una persona expulsada sintiera que, por lo pronto, su vida carecía de sentido, al punto que a veces se agarraba como tabla de salvación a una inversión completa de creencias y a una rebelión tan radical y obsesiva que daba a los demás la impresión de que salvo en el contenido de la creencia su vida no había cambiado. El otro motivo, muy estrechamente relacionado con el anterior, de la gravedad que tiene para un católico la excomunión, es que se presupone que no hay salvación posible fuera de la Iglesia -extra Ecclesiam nulla salus-, de modo que, una vez excomulgado, ya no puede tramitar el negocio de la salvación.
El que los fuegos se hayan centrado sobre la cuestión del aborto indica a las claras que se lo juzga a la vez una cuestión muy actual, muy candente y de muy amplio alcance. No sé de ninguna autoridad eclesiástica que se preocupe mucho de si los fieles siguen o no al pie de la letra el dogma de la Trinidad o el de la Concepción Inmaculada, porque es muy dudoso que haya muchos fieles dispuestos hoy día a echarse a la calle para vocear sus opiniones sobre estas materias. Ello se reserva para unos pocos teólogos refinados, y, si por acaso hay amagos de excomunión contra alguno de ellos, no constituyen noticia pública. Por otro lado, y por lo que se me alcanza, aunque se ha manifestado a menudo por parte de la Iglesia una oposición clara a la limitación artificial de nacimientos, es decir, al uso de métodos anticoncepcionales no naturales, tampoco ha llegado en esto la sangre al río, acaso porque el uso de semejantes métodos se halla tan extendido, inclusive entre los católicos, en muchos países, que empeñarse en la excomunión de fieles por estas razones serían -perdónese el juego de palabras- penas de amor perdidas. Este empeño, además, resultaría absurdo para quienes se oponen tan resueltamente al aborto, porque habrá tanta menos necesidad de abortos cuanto más y mejor puedan regularse los nacimientos. En cambio, el aborto suscita violentas reacciones y es objeto de condenación absoluta y frecuente, llegándose con ello a la amenaza de la excomunión, que parecía haber pasado ya a la historia, y prescindiéndose de paradojas como la siguiente, debida, por cierto, a un teólogo (católico) de la (católica) Universidad de Notre Dame, lo que testimonia que sigue habiendo aún en el seno de la Iglesia diversidad de opiniones: si un católico armado con una ametralladora irrumpe en una clínica en la que se facilite aborto a mujeres que lo han requerido y barre con todos los médicos y las pacientes, es seguro que las autoridades eclesiásticas no van a condonar este múltiple crimen, pero no van tampoco a excomulgar al asesino; en cambio, médicos y pacientes católicos podrían haber sido excomulgados.
La cuestión del aborto parece ser, pues, la piedra de toque para poner de relieve que no se va a pactar con el diablo.
Pero el problema es, una vez más, hasta qué límite la amenaza de excomunión puede perturbar el ejercicio del mando en gobernantes que profesen la fe católica.
Creo que hasta un límite inaceptable.
Desde luego, no hay la menor razón para negarles a las autoridades eclesiásticas de una diócesis la facultad de excluir de la comunidad a fieles o seguidores que se nieguen a seguir enseñanzas que juzgan y declaran tan fundamentales que, de no abrigarlas, no se permite ser miembro de la comunidad de los fieles. La cuestión no es ésta. Es si una persona que sea miembro bona fide de la institución en cuestión y ocupe un puesto de responsabilidad pública en una sociedad pluralista tiene que hacer cumplir la ley sólo si está de acuerdo con tales enseñanzas, es decir, independientemente de cualesquiera otras consideraciones.
Estimo que no, y que sin esta condición no habría posibilidad de sociedad democrática.
Se alegará que si la práctica del aborto constituyera una infracción a un principio moral absoluto habría razón para oponerse absolutamente a él; no valdría en este caso el subterfugio de que una parte de la población se ha declarado en favor de tal práctica. Pero no es tan obvio que sea una infracción a un principio moral absoluto, entre otras razones porque este tipo de principios son más elusivos de lo que piensan quienes pretenden conocerlos y disponer de ellos a su antojo. La tesis de la absoluta inmoralidad del aborto reposa en una serie de supuestos que no son nada claros, porque afectan, entre otras cosas, a lo que hace que algo sea viviente, sintiente y absolutamente valioso. En último término, el aborto puede no ser recomendable, y hasta ser censurable, pero no necesariamente inmoral in toto. En todo caso, dudo mucho que la excomunión, o expulsión de una comunidad, de un miembro que manifieste respeto por tesis sustentadas por otra comunidad en una sociedad pluralista sea un método aceptable. Personalmente juzgo preferible, no sólo más moral sino asimismo más caritativo, acoger que expulsar, y todavía mejor dejar que cada cual, según su libre voluntad y mejor entender, se adhiera o no a una creencia.
Si hay un principio moral que tiene precedencia sobre muchos otros -acaso sobre todos, incluyendo el de la permisibilidad o no permisibilidad del aborto- es el del ejercicio de la libertad individual unido al del respeto a la libertad ajena. Y si hubiese un premio a instituir para principios morales, creo que éste merecería la palma.
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