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Salvar lo excepcional

Frente a tanto retroceso, barbarie y masificación en materia de urbanismo, reconforta ver cómo uno de los pasos que ha dado adelante la sociedad de nuestro tiempo es el de la restauración y rehabilitación de los cascos antiguos de algunas ciudades. Cuando hablo así pienso, sobre todo, en países que están fuera de nuestras fronteras. Entre nosotros, la de recuperar y revitalizar las piedras que nos han legado nuestros antepasados ha sido hasta no hace mucho (y lo sigue siendo en cierta medida) una asignatura pendiente.De todos es bien conocida la vieja táctica -tan utilizada años atrás- del derribo. ¿De qué atávicos sentimientos proviene ese afán de derribar de los españoles? ¿No estaremos, sin duda, ante una última y desesperada acción de cirugía, ante el hecho de que el mal viene de atrás, de que las construcciones han sido de mala calidad o defectuosas, y que en consecuencia urgía la fiebre de lo nuevo? Sin embargo, este afán -quizá justificado en ocasiones muy concretas- ha sido desastroso para nuestros cascos antiguos, que se han visto alterados hasta extremos gravísimos. La despersonalización de esas zonas, que eran la esencia de la ciudad (y que le imprimían su carácter) ha sido enorme.

Cuando las alteraciones no han sido en profundidad, uno ha visto, por el contrario, hacer uso de la provocación. En aras de una vanguardia mal entendida, se ha perdido el sentido de la coherencia, de la unidad espacial y de la armonía de las formas, con lo que la ciudad quedaba convertida en una espuria mezcolanza de lo nuevo y lo viejo, en la que el cristal lucha para nuestra desesperación con la piedra, y plásticos y neones con las premeditadamente abandonadas y ennegrecidas fachadas tradicionales. Frente al derribo o la transformación traumática, la ciudad ha estado desposeída de su primera razón: seguir siendo un lugar habitable, fiel a la cultura de los que nos precedieron.

Nacen todas estas reflexiones ante el momento decisivo que vive uno de los cascos antiguos más importantes de nuestra geografía, el de la ciudad de Ibiza. Su Dalt Vila (la parte más alta) y los arrabales junto al puerto de La Marina y Sa Penya forman uno de los conjuntos arquitectónicos más incomparables y significativos de todo el Mediterráneo. A ello contribuye especialmente el triple cerco de murallas, impresionantes por su factura y buen estado, entre las que destacan las renacentistas, proyectadas hace ahora cuatro siglos por Juan Bautista Calvi, en tiempos de Carlos V.

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Sin embargo, a lo largo de los últimos años, todo este excepcional enclave ha ido sufriendo un progresivo abandono y, en consecuencia, una grave situación de deterioro. El revolucionario poder transformador del turismo y el doméstico afán de lo novedoso han vaciado la ciudad antigua, sin que, milagrosamente, se haya llegado hasta el momento a las habituales técnicas del derribo o la violenta sustitución. En esa extraordinaria Dalt Vila, la robustez de muros y edificios, la contundencia de la piedra y de su belleza han sido tales que toda amenaza no está exenta de dificultades.

En estos momentos, la ciudad vive una situación decisiva para su renacimiento y salvación; es decir, para su completa rehabilitación. El Consejo de Europa está ofreciendo asistencia técnica muy cualificada y acaba de conceder un cuantioso préstamo para abordar los males más acuciantes que padecen ciertas zonas de la ciudad: las murallas, el castillo, algunas calles, plazas y edificios. Un grupo, sobre todo, de tenaces vecinos, el Ayuntamiento y los partidos políticos, los equipos que dirigen los arquitectos Carlos Clemente y Elías Torres, las muchas personas que aman ese hermoso enclave, están empeñados en poner freno al abandono. No para que la ciudad acabe siendo un remozado museo, sino para que vuelva a recobrar su naturalidad y su vida.

También en esta isla con tanta fuerza, tan rebosante -aún- de excepcionales condiciones paisajísticas, se acaba de comprender que no existe turismo sin patrimonio histórico-artístico, sin una naturaleza respetada y plena. Ibiza, su ciudad y su isla, aún están a tiempo de mantener sus condiciones de excepción. El respeto hacia el medio natural debe preservar la armonía. La protección del patrimonio histórico-artístico debe estimular, como entonces, a viajeros y a turistas. Schulten, Camus, Benjamin, Gropius, Sert, Alberti son sólo algunos de los nombres de las personas que soñaron junto a la necrópolis púnica y bajo estos baluartes y callejas de la Dalt Vila ibicenca.

Fue ese mismo sueño de la tradición de culturas hermanas que llegaron por un mar todavía único; los sueños de Ramon Llull y de Garcilaso, que fondearon en su puerto. Dentro de los muros había ido quedando solidificada la piedra, la argamasa, el blancor: una realidad de trabajo, respeto y liberalidad, de buen hacer arquitectónico a lo largo de siglos. Ahora, la reapertura del Museo de Arte Contemporáneo redescubre esa Ibiza del arte, los viajeros y la universalidad, pero todos temblamos aún frente a la apatía y la falta de entrega.

Como acaba de señalar José María Ballester, jefe de la división del Patrimonio Cultural del Consejo de Europa, la salvación del casco antiguo de la ciudad de Ibiza "tiene su momento que no conviene desaprovechar". Ese momento, lector, es este precisamente en el que escribo estas palabras. En él deben confluir y movilizarse todos "los recursos políticos, económicos y administrativos", un gran e incuestionable deseo de unidad de fuerzas, un deseo común y salvador de lo que simplemente es bello y excepcional.

Antonio Colinas es escritor y miembro de la Comisión de Seguimiento de la Recuperación de Dalt Vila.

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