Ventana al ruido
EL VERANO es estentóreo. El aspirante a durmiente abre sus balcones para mitigar el fuego que sale de la pared y le entra el ruido. El más universal es el de las motos. Van algunas a escape abierto, con el silenciador agujereado porque el estampido da prestigio a los que no tienen otro. Los locales -por ciudades, por barrios- son variados: hay verbenas, quermeses, terrazas, bares con la puerta también abierta para que escape el sudor, micrófonos de espectáculos al aire libre. Jugadores de dominó machacando sus fichas sobre el viejo mármol de las tabernas. Perros que ladran a la Luna y perros que ladran a los perros que ladran a la Luna. Las sirenas ululantes -España ha adquirido las más sonoras de toda la Comunidad Europea; nuestras autoridades son sonoras-, y aun así, las ambulancias se estrellan de tarde en tarde contra motos o automóviles. Ya no se oye el estallido de las litronas; se han pasado de moda. Pero sí las canciones de borracho, sobre todo los viernes (el nuevo gran día de la semana) y los sábados: al amanecer. A esa hora, hasta las conversaciones son a gritos, como si todos quisieran vencer el problema contemporáneo de la incomunicación del hombre utilizando el grito.El aspirante a durmiente se revuelve en su cama pinchado por los decibellos libres. Entiende que alguna solución habrá, aunque sea la de fortificarse con cristales dobles y aislantes. Pensar en la de la educación colectiva es por lo menos prematuro. No se anula en poco tiempo una antigua civilización de algarada, de algarabía. Los tapones en los oídos terminan por producir otitis; y además es injusto. No es la víctima la que tiene que reprimirse. Lo que parece conveniente es una intervención de la autoridad a partir de su propia reeducación: que sean ellos quienes en sus vehículos disminuyan los ruidos, y en sus propios festejos, por culturales que los consideren, eviten los horarios desmedidos y los altavoces saturados. Simultáneamente, deben reprimir a los ciudadanos desmandados. Las multas no deben ir sólo a los vehículos mal aparcados, aunque ésas sean las fáciles y las de mayor rendimiento: deben extenderse a los bocinazos, nocturnos y diurnos, y a los escapes. En este sentido, la decisión del Ayuntamiento de Barcelona de inmovilizar a partir de hoy las motos que superen el nivel de ruido permitido debería extenderse a otras ciudades.
Antes, en ciudades como Madrid existieron los serenos, que se encargaban un poco de ese orden y que imponían algún respeto. El ruido que producían con el chuzo golpeando contra el adoquín era de los buenos: producía tranquilidad y seguridad. Se intentó resucitarlos y no fue posible. Las patrullas en automóvil andan ocupadas en otras pesquisas, y el alboroto, la canción o la gritería les parecen escasamente dignos de su nueva importancia. Persiguen delitos, no fastidios. Naturalmente, no van a perseguir a los esperpénticos recogedores de basura, que son de su misma marca. Pero alguna vez ha sucedido, ya que el delito se ha producido por el ruido -el vecino que asoma al balcón su escopeta, cargada por los nervios y la ira, y no es ninguna atenuante, claro-, y cuando se interviene es demasiado tarde.
En verano y por la noche es cuando es más ostensible este pecado de nuestros ciudadanos más desenfadados e insolidarios; en realidad es un problema de todo el año, agravado ahora en las ciudades por el desastre del tráfago de automóviles. Aunque esta advertencia, que hemos repetido y repetiremos, parezca de temporada y de circunstancias, se refiere a todo el año y a una actitud que necesariamente se ha de tomar. Es un problema de ofensa al medio.
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