Cumbre del cine chino
Lento, pausado, con un olfato penetrante para moverse en los ritmos interiores de las imágenes, con enorme delicadeza en la cadencia y la plástica de la secuencia, Chen Kaige -el que fue pionero de la llamada Quinta Generación del cine chino con Tierra amarilla- nos cuenta en El rey de los niños una historia casi imposible de contar. Y lo hace con una fuerza y una delicadeza insuperables.Se diría que los hilos que anudan la composición de este complejo y bello filme son translúcidos: no se les ve. No se sabe cómo se las arregla Kaige para organizar con tanta facilidad aparente una armazón cinematográfica tan dificultosa. Poco a poco, sin embargo, el espectador comienza a orientarse entre estos hilos invisibles y siente que asiste, más que al relato de un cuento, a la rima de un poema cinematográfico.
El rey de los niños
Dirección y guión: Chen Kaige. Fotografía: Gu Changwei. Música: Qu Xiaosong. China, 1987. Intérpretes: Xie Yuan, Yang Xuewen. Cine Renoir.
Kaige y Zhang Yimou -éste con Sorgo rojo- rompieron hacia fuera las fronteras del cine chino, amuralladas detrás de la ignorancia universal, fomentada por la barbarie de una Revolución Cultural que asoló la cultura china. Hoy, estos cineastas, que en su primera juventud se embarcaron en aquella apisonadora política, la conocen desde dentro y nadie como ellos ha devanado sus siniestros entresijos.
Kaige vuelve en esta su tercera película a los oscuros días de aquella estafa histórica. Y dentro de ella representa la búsqueda de un joven maestro rural -al maestro se le llama en China rey de los niños- de los mecanismos indescifrables de la imaginación a través de una apasionante metáfora: la averiguación del significado de un ideograma elaborado de manera inconsciente por un niño. En medio de aquella destrucción, Kaige se instala en una apartada isla humana y en ella desvela el misterio sagrado de la creación. En el silencio, el cineasta busca las fuentes del Verbo, de la Palabra en sentido absoluto.
El filme es de rara elegancia y posee una precisión en las imágenes que recuerda al de maestros del cine clásico orienta¡, como el japonés Kenji Mizoguchi, tal vez el más exquisito cincasta que ha existido. No hay tregua en este matemático discurso de poesía filmada: transcurre sin énfasis, sin una sola concesión a la facilidad, sin un solo subrayado, sin un solo recurso de halago al espectador. Es por ello, siendo su materia nebulosa, un filme duro y de singular pureza, que expulsará de la sala a quien no entre en ella y dejará largo tiempo clavado en su butaca al que atraviese la maraña de signos que la película maneja.
El rey de los niños se identifica en todo el mundo -pues en todo el mundo ha sido convertida en bandera poética de la China libre- como el punto más alto y refinado de la explosión de libertad que llevó al cine chino esa aludida Quinta Generación. Después llegó el frenazo sangriento de Tiananmen y Kaige se fue de una China otra vez invivible. Se cuenta que prepara en Nueva York una nueva película. ¿Qué será de él fuera de los parajes de la remota China rural en los que se mueve como si fueran ámbitos interiores de sus sueños? Difícil imaginar un cineasta más enraizado que Kaige. De ahí la dificultad de pensar a su cine realizado fuera de su paisaje humano propio. Pero le basta a Kaige haber escrito y realizado este prodigioso filme para ocupar un lugar en la historia del cine.
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