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Las enormes tareas de un vencedor

Para el ingeniero Alberto Fujimori, ganador indiscutible en las últimas elecciones presidenciales del Perú, lo peor serán los cinco próximos años. Muy fácil le parecerá entonces el camino que tuvo que recorrer para pasar en unas cuantas semanas prácticamente de la inexistencia como hombre político a la presidencia del Perú. Pero este país, cada día más ingobernable, acaba de salir de un periodo muy largo de campaña electoral que, todos los reconocen, ha sido el más sucio que haya tenido lugar jamás en su historia.El Perú sale de estas elecciones más desgarrado y desintegrado que nunca, ya que hasta la segunda vuelta, por lo menos, jamás había sufrido una polarización tan profunda. La guerra -es lícito, creo, hablar de guerra antes que de campaña electoral- ha enfrentado abiertamente, por primera vez en una contienda de este tipo, a la clase alta, tan certeramente llamada por el historiador Basadre clase dominante y no dirigente, con las grandes mayorías pauperizadas; ha enfrentado también a los pobres con los ricos, a la derecha con la izquierda, a los blancos con los mestizos, indios, negros y asiáticos, y hasta a los católicos con los evangelistas y protestantes.

Es decir, que estas elecciones presidenciales han puesto al descubierto, de manera casi sangrante, las grietas profundas que conforman una realidad en que la división entre peruanos de primera y marginales, entre lo formal y lo informal, entre la ley y la realidad, es cada vez mayor, y en que él racismo latente posee tantas expresiones al nivel de vocabulario desdeñoso que no faltan quienes lo consideran ya un componente más de una sociedad estructuralmente violenta y cruel.

El llamado a la concertación hecho por el ingeniero Fujimori desde el primer momento de su elección no puede quedarse en mero formalismo. Ni puede la derecha derrotada actuar con el desdén y la soberbia de que hizo gala durante el período electoral. Con la derrota, esa soberbia y ese desdén se convertirían en un insensato y trágico despecho que ratificarían más que nunca aquello del grupo exclusivamente dominante que mantuvo a como diera lugar la violencia estructural que permitió el nacimiento de enemigos tan temibles de la democracia como son los terroristas de Sendero Luminoso.

La derecha, que sigue conservando el poder económico podría por fin encontrar la oportunidad de participar generosamente en la solución civil de aquellos problemas para los que en históricas oportunidades anteriores ha apelado al golpe de estado. Y de la misma manera podría concertar una acción común con el nuevo Gobierno para enfrentar el narcotráfico y el terrorismo con los instrumentos legales que le brinda una frágil democracia que, a juzgar por su masiva presencia en las urnas, la gran mayoría de los peruanos desea defender y necesita fortalecer.

Vargas Llosa ha sido, una y otra vez, la persona sensata que ha sabido frenar desde un primer instante los irracionales y violentos desmanes de sus peores seguidores. Con Vargas Llosa y su movimiento Libertad debería concertar Fujimori, ahora que parece haber conseguido ya el apoyo de los sectores democráticos de la izquierda y de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), el partido que abandona el poder con todo el desprestigio del presidente Alan García pero que conserva un sólido 20% del electorado.

Y la izquierda, que por desunida perdió el apoyo que había obtenido en otras consultas electorales, tiene que aprender lo que cuestan los caciquismos de cualquier cuño y las anacrónicas divergencias dogmáticas. Si lo ha hecho, podrá poner también su grano de arena y colaborar sanamente en la tarea común a todos los peruanos de superar traumas que pueden costarle aún mucho más caro al país, si tenemos en cuenta la profunda desconfianza que el pueblo peruano ha mostrado por la política y por los políticos. El llamado a la unidad y a la concertación hecho por el presidente electo tiene que concretarse, y tal cosa sólo será posible en la medida en que los líderes olviden la forma egoísta y partidaria que ha guiado siempre su actuación política.

Es el pueblo mismo el que finalmente les ha enseñado esa gran lección, el que les ha infligido tremenda bofetada, semejante castigo político. Ajeno, en un altísimo porcentaje, a la filiación partidaria, el sector informal a la política peruana ha sido, desde que las elecciones son libres en el Perú, el que ha sabido intuir cuál podía ser el candidato que más los iba a favorecer. Y a veces lo ha hecho tan sólo pensando en cuál era el candidato que más los iba a desfavorecer.

En el caso de las recientes elecciones, todo el marketing del mundo se vino abajo con el boato extranjerizante de una campaña presidencial que finalmente logró entorpecer la meridiana claridad del discurso de su propio candidato. Y que llegó a golpear humillantemente a un pueblo que rápidamente la descartó. Tampoco creyó el pueblo peruano en las palabras de solidaridad de una izquierda cada vez menos solidaria entre ella misma. Y mucho menos en la campaña de un candidato que, por todos los medios habidos y por haber, trataba de desvincularse del desprestigio acumulado por su copartidario aprista en cinco años de una de las más corruptas y demagógicas administraciones que haya conocido el Perú.

Los pobres del Perú, los informales de la política, ven mucha televisión, pero deben de odiar la publicidad de unos objetos que han estado siempre lejos de su alcance. Tan lejos como el mensaje de esos políticos a los que vieron y oyeron pero a los que en ningún instante creyeron. Escuchan la radio y asisten (a veces arrastrados) a los mítines. Pero el resultado es el mismo: saben oír. Por eso, sin duda, cuando al final apareció un personaje silencioso, de aspecto realmente popular, que daba además la impresión de honradez y trabajo, su intuición electoral, fruto de los rechazos anteriores, se fue con Alberto Fujimori. Y lo llevó más lejos de lo que ha llegado jamás nadie en tan poco tiempo.

Por eso ahora le corresponde a Alberto Fujimori concretar sus primeras buenas intenciones de concertación. Es la única manera de recuperar una idea de unidad nacional y, por qué no, de nación para que el Perú no siga siendo ese territorio de desconcertadas gentes que hoy se desintegra ante la vista y paciencia de todos: de los ricos que se van y de los pobres que se quedan. De un Ejército dispuesto a intervenir si se crea el caos y de unos terroristas empeñados en matar y destruir porque todo lo que no es el poder es ilusión. Y de unos narcotraficantes que han empezado a sentirse cómodamente en casa, en amplias zonas de la selva peruana, ahora que la vida empieza a complicárseles en Colombia.

es escritor peruano.

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