El fin de la Edad Media
En una pesadilla inacabable se nos van presentando los viejos monstruos a los pies de la cama y desfilan y se despiden y se van a quién sabe qué mundos históricos incumplidos, que los acogerán para completar algún ciclo y vivir lo que otros ya han vivido (nadie escarmienta en cabeza ajena): el monstruo de la verdad, el de la comunidad, el de la salvación, el de la unidad, el del sacrificio. Personajes siniestros en cuya mirada aún dura su horror a cuanto de verdadero, comunitario, salvador, unitario o sacrificial pueda haber en el género humano. Entendían la verdad como sometimiento; la comunidad, como coartada; la salvación, como aplazamiento; la unidad, como uniformidad; el sacrificio, como el servicio prestado a sus delirantes proyectos. El individuo, el ser humano empírico, sólo era un mal redimible en una ética solidaria a la media de sus militarizadas conciencias. Y toda esa retórica, que invalidó por mucho tiempo el uso de palabras hermosas, perdura todavía como caricatura de un tiempo (¿terminado?) en la rutina de sus sicarios residuales y en la pereza de todos nosotros. Y lo que nos asusta ahora es descubrir en qué medida ese individuo empírico que somos no coincide con la bucólica e hipócrita representación de hombre que nos habían diseñado aquellos que (bien lo sabían por sí mismos) dudaron tanto de nuestras bondades que nunca nos dejaron solos a ver qué hacíamos. Pues bien, ya empezamos a estar solos. Y es el momento de comenzar a pensar en una descripción más correcta de nosotros mismos que nos permita prescribir mejor nuestras conductas. Y aceptando la cuota de represión necesaria a toda civilización, sería preciso replantearnos el contenido de esa represión desde una ética o una moral mejor fundada que la existente, sea ésta cual sea.Porque no es la historia lo que se está acabando, sino una etapa cuyos últimos siglos se han caracterizado por la búsqueda de salidas ideológicas al viejo mundo y cuyas salidas han resultado un ensayo no muy afortunado. Pese a todo, esta etapa final del medioevo que ahora se cierra nos ha traído impresionantes avances científicos, poderosos impulsos colectivos hacia la libertad y la igualdad y un debate rico, aunque ya agotado, sobre los fundamentos del hombre y del inundo. También es cierto que todo esto venía muy marcado aún por los viejos planteamientos, y que lo medieval estaba y está agazapado tras las nuevas tecnologías, las nuevas ideologías, las vanguardias y las transvanguardias. No he conocido nada más similar a un señor feudal que algunos de estos modernos o posmodernos que nos quieren poner a desfilar otra vez alrededor de cualquier banalidad tecnológica y productivista, mientras el mundo físico se deteriora a ojos vista y los miserables de la Tierra se mueren como conejos.
Algunos asuntos deben ser revisados con urgencia: Marx era un santo, probablemente, y tenía altura y capacidad científica, pero la inconsistencia de muchos de sus planteamientos ha generado una especie de neoteología que acabó como acabó, si es que acabó. Pero la idea básica a la que él quiso dar un soporte positivo en el inicio de la época positiva perdura: el género humano debe aspirar a un máximo de justicia, de igualdad y de libertad. Si alcanzamos a darle a eso un fundamento empírico (económico, sociológico, moral, etcétera), alejado de la mitología medieval de las comunidades y unidades forzosas, los sacrificios salvadores, los líderes carismáticos de blanco caballo, la prepotencia religiosa (bajo nuevos ropajes) y demás historias, si alcanzamos eso (al menos como aproximación) podremos inaugurar la modernidad más allá del criterio tecnológico que hasta ahora definía su supuesta existencia.
Tampoco la optimización de la utilidad hacia la común felicidad ha podido dar soporte racional, ético o científico a una idea del mundo, llamada capitalismo en su vertiente económica, cuyos éxitos reales o ficticios han ido acompañados de la creciente miseria de grandes mayorías del planeta que ahora se acogen a demagogias parafascistas que no pueden ser alternativa para nadie, pero son una amenaza real. Parece que tuviéramos que escoger entre diversas ideologías alucinadas e impresentables, con ropaje marxista o religioso (o ambas cosas), que carecen de las indudables virtudes que adornaron a un cierto marxismo y a un cierto punto de vista religioso. O esa elección interior en el campo de los alucinados que representan a los miserables, o quedarnos como estamos y aceptar otra vez la idea de que el mundo es necesariamente un valle de lágrimas, lo que no deja de ser una regresión histórica en el mismo seno de la sociedad avanzada.
La historia nos ha ido dejando solos, y no porque haya finalizado (aunque algo importante, sin duda, parece estar concluyendo), sino porque parece no ir a parte alguna que no sea un déja vu en el que todo fantasma tiene su sitio y en cuyo aquelarre celebramos al fin el último sentido de un destino colectivo que no consiste en otra cosa que en repetir hasta el enfriamiento del mundo los mismos gestos, las mismas palabras.
Solos, porque la compañía no era otra cosa que la creencia, cualquier creencia que nos convocara a un final digno así en la tierra como en el cielo. Ni siquiera esa repetición de gestos y palabras tiene el aire de comedia que Marx auguraba a las repeticiones. Tampoco puede considerarse trágico un rito asumido y consumido con paciencia por quienes ya saben desde siempre que la piedra que subimos volverá a caer por la ladera.
Sólo la decisión popular de participar de una vez en la vida colectiva, de forzar a los partidos y organizaciones a ser sus verdaderos voceros y representantes y a transformar la democracia en democracia radical, cierta, efectiva, llena de su propio principio representativo, puede evitar el eterno retorno del horror. Los bajos índices de afiliación a partidos y sindicatos y la tendencia perezosa a vivir vicariamente la vida a través de los más potentes medios de comunicación están ahí para hacer difícil, si no imposible, la democratización de la democracia. Y nosotros, sujetos y dueños de nuestra voluntad, somos los principales responsables de todo ello. Porque culpar al sistema, al Estado, al otro en general, sólo es una coartada para seguir igual y tranquilizar una conciencia acostumbrada a necesitar ese confesor tan práctico que todo lo curaba en nombre de Dios. Pues ese dios, que es lo que Fukuyama (en un malentendido) llama historia, ha muerto. Se inicia una etapa sin confesores, incierta. Una etapa en la que todo vuelve a ser posible, incluso el retorno.
Fermín Bonza es sociólogo.
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