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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La máquina

EL SISTEMA preparado por un médico de Estados Unidos para que un paciente terminal pueda poner fin a su vida por sí mismo, sin necesidad de ayuda, está provocando las acostumbradas polémicas morales acerca de la eutanasia, acompañadas por las deontológicas sobre si un médico puede o no facilitar la muerte a quien la desea y no tiene esperanzas de vida. La suposición es la de que el agonizante no tiene medios por sí mismo para quitarse la vida, como desea; pero sin la ayuda de un médico que prepare y ponga a su alcance lo que se está llamando la máquina del suicidio -en síntesis, un gota a gota con una solución letal, que el enfermo puede poner en funcionamiento con un movimiento leve-, su voluntad sería inútil. El acuerdo de la voluntad del paciente con la opinión y el diagnóstico final del médico no necesita en realidad de ningún artilugio, sino de la colaboración directa del médico, y el hecho de que sea el propio paciente el que se convierta en agente no pasa de ser un subterfugio moral.Quienes están moralmente en contra de la eutanasia lo seguirán estando sin necesidad del bizantinismo, la delicadeza y la sutilidad del botón para morir, y viceversa. El invento, sin embargo, parece demostrar que existe una necesidad de evitar las agonías largas y dolorosas, y que un médico, presente muchas veces en estos casos, lo que necesita poner en marcha no es una maquina, sino un invento de sana hipocresía -si se puede decir- con la esperanza de verla aceptada por la sociedad más conservadora, que muchas veces aparece como inuy sensible a ese tipo de soluciones hipócritas o disfrazadas.

Lo malo de este pensamiento conservador es que no suele reducirse a un uso interno de su grupo, secta o religión, sino que acostumbra a imponerlo a los demás. La manipulación de determinadas tradiciones basadas en configuraciones mentales de otras sociedades, y la situación de poder que suelen ocupar estos grupos, hace que su opinión se convierta en obligatoria para todos y, de hecho, muchas veces figura en las leyes. La misma profesión médica, sacralizada en su devoción en la lucha por la vida de todos, admite con dificultad que pueda ayudar a privar de ella. Se puede suponer que algunos médicos que convengan con el deseo de acortar la dureza del trance de la muerte se abstengan de ello por miedo a la ley o a su propio gremio. Aparte, naturalmente, de los muchos a cuya conciencia les repugna el hecho como les repugna el aborto. Estamos en una sociedad en transición muy rápida, donde pueden producirse esas contradicciones, y todo lo que contribuya a esclarecerlas es oportuno. Lo que no se puede admitir es el encubrimiento del tabú para reflexionar sobre ello.

En muchos países, y uno de ellos es España, el sulcidio no está castigado por la ley; es decir, que quienes se quedan en el grado de tentativa no son perseguidos ni penados. Lo está, sin embargo, la ayuda al suicidio a quienes no pueden hacerlo por sí mismos, y ésta es otra contradicción notable. La propuesta de facilitar una máquina del suicidio podría equivaler a la actitud de quien presta un arma al pretendido suicida, o cualquiera de las condiciones que pueda necesitar y no consiga por sí solo. Numerosos ensayos y obras de ficción han discurrido sobre este tema y no han conseguido cerrar la polémica. Ni se obtendrá un resultado positivo mientras no acepten la tolerancia y la comprensión aquellos que, al disponer de las vidas de los demás, aunque sea para prolongarlas, están atentando contra el mismo orden antiguo que quieren defender y no aceptan algo tan sencillo como el que cada uno pueda disponer de su propia vida. En un gran momento de pesimismo, Albert Camus decía que la única libertad verdadera del hombre consiste en poder quitarse la vida. Sin llegar a ello, sí se puede afirmar que es una de las libertades que no deben discutirse ni negarse a nadie; mucho menos, si la prolongación de esa vida va en contra suya.

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