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El último deseo,

Julio Llamazares

El pasado domingo 3 de junio, al amanecer, como mandan los cánones, fue ejecutado en la cárcel de Carson City, Nevada, con una inyección letal, el preso Thomas Baal ante la presencia de varios periodistas y testigos y sin poder ver cumplido -al menos totalmente- su último deseo. Baal, de 26. años de edad y apodado El Camorrista, había sido condenado en 1988 a la máxima pena por el asesinato a puñaladas de un conductor de autobús de Las Vegas, al que robó 120 dólares, y pidió como último deseo, la víspera de su ejecución, una cena a base de pollo frito, puré de patatas y yogur, y una prostituta para pasar con ella la última noche de su vida. La cena le fue servida puntualmente, pero la prostituta le fue denegada alegando los responsables de la cárcel impedimentos reglamentarios, ante lo cual el pobre Baal tuvo que conformarse, según cuentan las crónicas, con pasarse sus últimas horas solo en su celda y rezando.Puesto que parece que no fueron motivos económicos los que le impidieron a Baal pasar su última noche acompañado -ignoro lo que pueden costar los servicios de una prostituta, en Nevada, pero imagino que no mucho más que la cena y, en cualquier caso, una cantidad irrisoria para las arcas del Estado norteamericano- y puesto que los reglamentos carcelarios los dictan precisamente, y los cambian cuando quieren, las autoridades de ese Estado, debo pensar que la verdadera causa de que a Baal le negaran su último deseo es lo que se llama una cuestión moral. Uno puede atiborrarse de comida, fumarse cuatro paquetes de cigarrillos, liarse a cabezazos contra las paredes de la celda o pasarse la noche rezando, pero no despedirse del mundo dando vueltas en la cama con quien le dé la gana. Curiosa moral ésta que le niega el deseo (en su doble sentido) a un pobre desgraciado, pero que permite que a continuación le cuelguen en la horca o le aten a una silla para electrocutarlo.

No voy a hacer ahora aquí un alegato más contra la pena de muerte, esa lacra jurídica que aún pervive en más de la mitad de los países de la Tierra y que en otros reivindican todavía algunos ciudadanos (por ejemplo, y sin ir más lejos, en España). Antes que yo, y mejor de lo que yo sabría, ya lo ha hecho mucha gente y, en cualquier caso, en ésta, como en muchas otras cuestiones, estoy de acuerdo con Dürrenmatt en que lo único imposible de demostrar es la evidencia. De lo que quiero hablar es de esa extraña moral que permite a los hombres asesinar legalmente a sus semejantes, pero que se resquebraja escandalizada ante algo tan normal como el deseo de un preso de pasarse las últimas horas de su vida en la cama con una mujer en lugar de rezando.

En el colegio de frailes en que estudié algunos cursos entre los 12 y los 15 años recuerdo haber leído un libro impresionante. No recuerdo su autor ni su título. Sólo que se trataba de un libro religioso, profusamente ilustrado, en el que se describían con detalle todos los vicios que corroen al hombre desde nuestros primeros -padres: la soberbia, la gula, la pereza, la envidia, la ambición, el dinero... Obviamente, y a tenor de mi edad en aquellos años, el capítulo que más me impresionó fue el de la lujuria, y ello no tanto por la cruda descripción que en el libro se hacía del nefando pecado como por la ilustración de que se acompañaba: un moribundo cuya vida había transcurrido, al parecer, de burdel en burdel y de cama en cama (como fehacientemente demostraban las pustulosas postillas que le recorrían la cara), lejos de arrepentirse, pedía como último deseo a sus familiares que le trajeran una mujer para esperar la muerte con ella entre los brazos. A mí, que por entonces no sabía todavía lo que era la lujuria, ni un burdel, ni mucho menos la emoción de tener a una mujer entre los brazos, aquella imagen me dejó impresionado. Pero, lejos de conturbarme, y pese a la intención ejemplificadora del relato y de la imagen -y a las palabras condenatorias con las que el profesor de religión los completaba-, la lectura de aquel libro no sólo no me sirvió de ejemplo, sino que me empujó exactamente en la dirección contraria:

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¿qué tendrían las mujeres para que alguien fuera capaz de condenarse al infierno eterno, como sin duda alguna el profesor de religión aseguraba, con tal de poder pasar los últimos minutos de su vida con una de ellas entre los brazos?

Han pasado muchos años desde aquello, los suficientes al menos como para que los estudiantes de mi quinta hayamos conocido la lujuria y experimentado el placer de tener a una mujer entre los brazos; pero, a lo que se ve, no hemos avanzado demasiado. No sólo en el Estado de Nevada, en España también (y me temo que en todos los Estados), la moral dominante admite sin reparo que, en el lecho de muerte, alguien haga recuento avaricioso de sus bienes para repartirlos entre sus familiares -o para desheredarlos-, disponga con soberbia, incluso para el futuro, sus últimos encargos o vomite con desprecio los rescoldos de su cólera insultando a los cercanos, pero no que pretenda entregarse a la lujuria en sus últimos instantes. Eso no. Y mucho menos cuando, además, se trata de alguien que, como Thomas Baal, está en esa tesitura por condena y a cuenta del Estado. En esa tesitura se le concederá lo que quiera: pollo frito, confesión, jabón para arreglarse las patillas o tabaco (e, incluso, si lo pide, como le pasé a Gary Gilmore, la muerte anticipada), pero jamás la obscenidad de despedirse del mundo retozando alegremente en una cama. Al patíbulo hay que ir puro y con aspecto elegante.

Así, no me extraña que Baal, según dicen las crónicas, acabara también pidiendo como Gilmore la muerte anticipada y que, camino de ella, fuese rezando en voz baja, pidiéndole a Dios seguramente que le conceda en el cielo ese último deseo que no se le niega a nadie.

Julio Llamazares es escritor.

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