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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Psicodrama andaluz

NO ES cierto que la demagogia electoral sea una característica exclusiva de este país. En las campañas de casi todos los de nuestro entorno abunda esa abominable retórica que antepone el insulto a las ideas, la descalificación sumaria a la crítica razonada. Pero sí puede señalarse como un rasgo más acusado de nuestras campañas el hecho de que aquí se recurre al insulto o la descalificación no como parte de la argumentación política -lo cual sería ya lamentable-, sino frecuentemente al margen de cualquier argumento. Con el único objetivo de ridiculizar al rival político y provocar con ello la identificación instintiva de un auditorio al que se ha predispuesto, mediante el halago, para cualquier exceso. Los juegos de palabras sobre los apellidos del dirigente rival, la referencia mordaz a sus características físicas o alusiones a su vida privada, situación familiar, etcétera forman parte obligada de los discursos electorales de buen número de nuestros políticos. Y en esto destaca desde hace años Alfonso Guerra.Algunos de los razonamientos de la reciente resolución del Tribunal Constitucional, que ha denegado el amparo a José María García, el famoso periodista deportivo, podrían sin esfuerzo ser aplicados al vicepresidente del Gobierno, aunque aquí, desde luego, no haya delito de desacato. No se trata tanto de ilustrar un discurso político con alusiones personales más o menos pertinentes -y ello al margen de que sean de buen o mal gusto- como de suplir con esas alusiones la ausencia de discurso. En las campañas electorales ha llegado. a ser admitido como casi inevitable una cierta dosis de demagogia, de deliberada simplificación del mensaje, de obsesión por hallar la frase que garantice un titular llamativo. Por otra parte, Guerra no es ni el inventor ni el único político español que practica ese ominoso género. Algunos de sus contradictores le imitan con provecho, sin retroceder ante alusiones a sus hijos, niños de corta edad, lo cual resulta francamente repugnante. Pero Alfonso Guerra es el vicepresidente del Gobierno, no un mitinero ocasional de fin de semana. Y que un vicepresidente del Gobierno se permita comparar la propuesta de la tercera fuerza política nacional con los 60 millones de víctimas del estalinismo revela algo más que incontinencia verbal.

La zafiedad de sus palabras en algunos mítines viene de lejos, pero ahora resulta tan patética que algunos de los que en su día le rieron las gracias lo lamentan hoy sinceramente. Patética porque nadie ignora que esa especie de psicodramas en que se convierten sus intervenciones buscan hacer olvidar lo que no puede ser nombrado, pero existe: el caso Juan Guerra. Al vicepresidente le faltaron reflejos para presentar la dimisión a tiempo y en serio, dejándolo disponible para funciones diferentes a las de número dos. Ahora todas las esperanzas están puestas en un resultado electoral en Andalucía que -pelillos a la mar- haga olvidar el caso. Vana esperanza porque es el propio Alfonso Guerra quien, traicionándose, nos lo recuerda cada vez que sube al escenario.

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