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La sombra del gigante

París celebra este año el centenario del nacimiento del general De Gaulle. Después de la apoteósica y variopinta conmemoración de la Revolución Francesa y de los derechos del hombre, la capital se dispone a homenajear la figura del gran político que se negó a reconocer la victoria alemana de 1940 y convocó a su pueblo, a través de la radio, para seguir luchando en la clandestinidad, ya que se había perdido "solamente una batalla, pero no una guerra". Palabras que parecían utópicas, incluso a muchos ingleses que tenían serias dudas acerca de la aventura solitaria de aquel militar de estrafalaria traza, que hablaba en términos rotundos a su pueblo desde los micrófonos de la BBC en Londres.La trayectoria del gran soldado tuvo matices notables en su desarrollo vital. Fue en su juventud hombre muy próximo al conservatismo patriótico, con ribetes proclives al monarquismo maurrasiano y barresiano. Fue discípulo y admirador de Petain en los cursos de la escuela de guerra. Anticipó, en su visión táctica, el relevante papel de los carros de combate en las batallas de campo abierto de las guerras futuras. Asumió el triste papel de subsecretario de la Guerra cuando los ejércitos del dispositivo Gamelin habían sido ya pulverizados por el blitz germano. Discrepó del armisticio y de la rendición, y marchó al Reino Unido para cooperar, con la tenacidad de Churchill y su implacable desafío solitario, al coloso hitleriano.

Acaso lo más notable de su empeño guerrero a ultranza, y de la participación activa en las operaciones aliadas del norte de África y de Normandía, fue el proclamar, desde el mismo momento del desembarco aliado, que la República Francesa quedaba instaurada de nuevo, en todo el territorio liberado. Decisión tanto más meritoria viniendo de un personaje que no tenía ninguna predilección por aquel sistema político. Con una pequeña presencia de unidades núlitares propias del Ejército francés de liberación, tomó parte en la campaña del mando americano, con iniciativas suyas, como la ocupación de París y la negativa a evacuar Estrasburgo, que fueron otros tantos éxitos tácticos de considerable repercusión política. Se abrió camino así hacia las decisiones finales de la guerra mundial, devolviendo a Francia un papel importante en el contexto europeo y mundial. Presidente del Gobierno provisional, hizo posible el advenimiento de la IV República, cuyo mecanismo institucional rechazaba por ineficaz. Pero acaso su mayor éxito consistió en negociar con Stalin en 1944 una belle alliance, y con ello, el desarme del maquis comunista francés, con lo que Francia quedó integrada entre los países de condición democrática y de la Alianza Atlántica.

De Gaulle desapareció de la escena política primordial unos años, mientras la IV República iba dando tumbos con sucesivos Gobiernos endebles, haciendo frente a las rebeliones coloniales de su extendido imperio. La guerra de Indochina se perdió, pese al heroísmo de los defensores del pabellón francés. La guerra de Argelia se encendió en 1954 y parecía inacabable. El general volvió al poder, como consecuencia de un golpe de Estado militar, en 1958. Tuvo la visión anticipadora de que el colonialismo europeo era una causa definitivamente perdida, y liquidó la sangría argelina otorgando la independencia a la gran nación musulmana mediterránea.

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Reformó el aparato del Estado con la instauración de la V República, que lleva funcionando 33 años sin novedades ni quiebras institucionales y con presidentes conservadores y socialistas, en normal sucesión.

Su visión de la política internacional era novedosa y audaz. Pensaba que la guerra fría acabaría alguna vez y que Europa, como concepto político y cultural, llegaba "desde el Atlántico hasta los Urales", es decir, incluyendo a la Rusia occidental en el ámbito continental. Lo que muchos llamaron entonces "sueños gaullistas" reconocerían hoy, en la "casa común" de Gorbachov algunos rasgos semejantes con los de aquella utopía futurista. Otro de sus tópicos favoritos fue el denunciar las relaciones privilegiadas entre Washington y Londres como una deslealtad a la causa europea, lo que le hizo vetar la entrada del Reino Unido en la Comunidad y seguir la difícil senda de fabricar los artefactos de la era atómica por otros procesos técnicos ajenos a los norteamericanos y británicos, convirtiendo así a Francia en una potencia nuclear. No creía demasiado en la unificación política de Europa ni en el protagonismo de la CE en ese terreno. Recelaba de los expertos y de los funcionarios eurócratas de Bruselas. Tenía, en cambio, fe en el futuro de Alemania y en la unificación política, a largo plazo, de la gran vencida de la guerra mundial. En 1963, y horas después del portazo al Reino Unido, firmaba en París, con su amigo Konrad Adenauer, canciller federal del Gobierno de Bonn, el Tratado de cooperación política de las dos naciones, que fue recibido con escepticismo entre los comentaristas y se ha revelado, al cabo de los años, como el más eficaz instrumento de la persistente armonía de las actitudes de las dos naciones, en los grandes desafíos de la construcción comunitaria.

Son tantas y tan decisivas las operaciones políticas interiores de Francia que se deben a De Gaulle que hay que concederle un puesto relevante en la galería de los grandes hombres de Estado de nuestro tiempo. No sólo fue un gigantesco personaje por su talla física, sino también por su dimensión de estadista moderno. Me honró con su amistad durante mi residencia en París, y ello me proporcionó conocer de cerca otros aspectos de su carácter.

Con un rostro marcado por una nariz cyraniana y su mirada escrutadora de miope, acertaba a entrar rápidamente en un diálogo sustancioso y lúcido, que revelaba su inmensa cultura y el conocimiento de los problemas mundiales. Su voz era gutural y se quebraba en ocasiones, pero al hablar en público o en la radio y televisión captaba al auditorio con su lenguaje escogido, trufado, a veces, de arcaísmos lingüísticos que hacían las delicias del público. Tenía un gran respeto a los intelectuales, especialmente a los adversarios, y aceptaba que los diarios de mayor peso de la capital discreparan, con mucha frecuencia, de sus ideas o decisiones. Beuve-Mery en Le Monde y Brisson en Le Figaro disparaban con sus plumas soberanas feroces críticas al todopoderoso presidente. Me contaba uno de sus secretarios en la presidencia que recibía cotidianamente libros dedicados de autores literarios de Europa entera. A todos contestaba el general, con una breve recensión personal escrita a mano, sobre el contenido del volumen.

La sombra de este gigante sigue vigente en la memoria del pueblo francés. Leo en estos días artículos críticos de muy diversa índole sobre su figura histórica a los cien años de su nacimiento. Hay algunos que suponen hoy día demasiado obsoleta la formulación que realizaba de la política internacional. Pero el panorama siempre cambiante del mundo convierte en pasado lo que se definió en algún momento como porvenir. Su concepto de la diplomacia era tajante: "Están muy bien", decía, "el atractivo personal y las relaciones amistosas, pero lo principal se halla en el cálculo veraz de la relación entre las fuerzas en presencia. Ahí está el secreto de la diplomacia exitosa". Sus puntos de vista sobre el papel de Francia en Europa frente a la Unión Soviética y ante el poderío norteamericano han sido, en gran parte, desbordados por los acontecimientos de los últimos cinco años. Su valoración de las naciones como tales, por encima de las ideologías, era otro de los puntos cardinales de su reflexión histórica. "Una cierta idea de Francia" podría definir lo esencial de su mensaje. Su más brillante adversario político, Mitterrand, que ejerce el poder presidencial de la V República desde hace nueve años, comparte, probablemente, las claves de ese concepto.

es académico de la Española y ex ministro de Asuntos Exteriores.

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