Entre Diderot y Disneylandia
Todo lo que nos une más allá de los folclores nacionales no se parece, pero participa, cada uno en su género, de un cierto sagrado planetario. Desde Londres 1851, pese a un enganche por Osaka 1970, los objetos manufacturados tienen la costumbre de comulgar en un aire de civilización privilegiada; este Occidente de la razón instrumental, donde lo universal parece haber fijado, domicilio (de una veintena de exposiciones universales, ninguna en África, América Latina, en Asia continental ni en el Este europeo). En Euroamérica, pues, entre la Navidad, los Juegos Olímpicos y la Expo, las almas concelebran a Dios, los cuerpos, la especie, las invenciones, Prometeo. Tres formas de comunión que hoy tal vez hacen sistema gracias a la televisión, que mundializa esas diferentes ceremonias en una misma programación. El culto de la técnica, el benjamín, merece reflexión: nos remite a las fuentes positivistas de una difunta religión de la humanidad, sobre un pedestal económico. Repetimos puntualmente los ritos, pero ¿conservamos aún la fe?Si las cosas son inhumanas los objetos técnicos no lo son, puesto que cantan no a la materia bruta sino al espíritu que les da forma. Las competiciones internacionales de la ingeniosidad se destacan desde su origen sobre un fondo de humanismo lírico, pues, si las ferias provienen de la Edad Media, las expos provienen de un credo saint-simoniano que tiene la edad del ferrocarril. Siempre hubo productos y herramientas, pero las maravillas del arte y de la industria no tienen más que 150 años.
De la fiesta la Expo tiene lo efímero, lo excesivo y la pompa. Contrariamente a la feria, donde se intercambian mercaderías con fines utilitarios, hay en la fiesta una idea de celebración solemne y de gasto inútil. Allí no se toca, no se sopesa, no se compra. Se mira y se admira. La feria está llena de tentaciones; la fiesta, de deslumbramientos. La exposición universal transfigura el valor de cambio de los objetos, suspende por un instante su valor de uso, sublima el universo material de la necesidad en la magia del espectáculo. Hace que el maquinismo acceda al reino de la estética, y no carece de significación que haya aparecido al mismo tiempo que la fotografía, esa incierta mixtura de arte e industria. Con ella, el aura de la obra de arte se transpone sobre el objeto técnico. La exposición universal es a la feria internacional lo que el museo respecto al objeto de arte es a la galería comercial. Lo pone en gloria, no en venta. Va de suyo que el comercio de cuadros prospera en los alrededores de los museos de pintura y que no es poca la incidencia de la gloria conferida por el museo en la cotización de los artistas. Pero la exposición no es un super-rastro del hallazgo ni un concurso a escala mundial. Está allí para ofrecer a la producción técnica su ceremonial y su acervo de leyendas. En el lenguaje de los objetos, la feria comercial es prosa y la exposición universal poesía (épica). Una corresponde al mundo materialista del tacto; la otra al de la vista, más espiritual. La primera es cálculo, la segunda espectáculo. Allí se calcula. Aquí se profetiza. La gestión de las exposiciones universales depende entre nosotros de una Dirección de Ferias y Exposiciones, en el Centro Francés de Comercio Exterior, lo que traduce la innegable filiación de la feria medieval, pero también cierto desprecio por las metamorfosis del sagrado moderno. Pues este género de manifestaciones tiene por lo menos tanto que ver con lo que antes se llamaba Ministerio de Instrucción Pública y de Cultos o, ahora, Cultura y Comunicación, como con la Economía y las Finanzas. En la sociedad rural, la plaza del mercado era un lugar profano en tanto opuesto al atrio de la catedral. Cuando se desvanecen un tanto los misterios de la Pasión, los misterios de la ciencia ven refluir hacia ellos los encantos perdidos. Los pabellones nacionales se convierten en templos del pensamiento y los fastos del hallazgo se invisten con los prestigios del nuevo catecismo, que en el siglo pasado se llamaba progreso y que hemos rebautizado desarrollo. Esta religión secular, aunque sin trascendencia, no escapa a lo sobrenatural.
Queda por decir que la fiesta invierte las flechas del tiempo. Religiosas o cívicas, las fiestas del alma y del cuerpo tienen algo de arcaizante. Se conmemora un sacrificio pasado, una edad de oro, una gracia perdida. A la felicidad por la nostalgia, la fiesta optimista de los objetos sustituye la felicidad por la anticipación. Aquí se exige la amnesia, pues es a la innovación a la que se le hace el sacrificio, al dios moderno del novum. El Edén está ante nosotros, por la fuerza, siempre huyendo del progreso, en la línea divisoria, incesantemente móvil, entre las luces de la invención y la noche de la obsolescencia. De 1851 a 1970, del Crystal Palace de Londres al Jumbotron de Osaka, el cuento de hadas de la modernidad industrial ha desgranado ante nuestros ojos de niños encantados su rosario de éxtasis, su cortejo de promesas épicas. Pues del mismo modo que existe un onirismo de los objetos (el de las planchas de la enciclopedia revistas por Roland Barthes), existe una fantasía de la máquina que reconcilia lo eficaz con lo fantástico, como un romanticismo de la performance. Misteriosamente, las exposiciones universales hacen, rodar hasta nosotros -los desengañados del progreso, los decepcionados de la ciencia- algo de este rumor maravillado, de esta borrachera estadística, de este vértigo que inspiraba a, nuestros abuelos la apertura del canal de Suez, la terminación del Transiberiano, la conexión de las vías férreas a través de Estados Unidos, Stanley y Linvingstone, el ascensor hidráulico, el fonógrafo y el motor de explosión. El hada electricidad magnetizaba el París 1900 desde lo alto de la Torre del Mundo, como el hada electrón iluminará la Giralda de Sevilla en 1992. Pese a las catástrofes, las poluciones y el ruido ambiental, el encanto actúa todavía. El éxito popular de esas grandes misas del futuro es testimonio de la inanidad de oponer demasiado magia y técnica. Si lo imaginario de maquinismo ya no suscita la adhesión masiva de los espíritus, si el embrujamiento por lo inexplicable se ha desplazado hacia el Big-Bang y la antimateria, la necesidad de hechizo por el objeto, artilugio o robot, tiene una demanda siempre solvente.
Bazar o Barnum, la exposición pone en juego, bajo las lentejuelas, una mística. Fiesta austera en su principio. Pero, desde el inicio, inestable y entrampada. Extrayendo las enseñanzas del fiasco que sufrió, por su falta de atracciones, la Exposición de 1878 en París (donde se había construido para la ocasión el palacio vagamente andaluz del antiguo Trocadero), Eugène-Melchior de Vogüé decía ya: "Una exposición fructífera es una máquina sabia a la que se mira poco, enmarcada por un cuerpo de baile al que se mira mucho". Hay que enseñar, pero también divertir. Exponer la ra
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zón en actos y proponer placer. Cómo divertir enseñando, aprender distrayéndose, es la eterna pregunta que plantean las luces a la publicidad del saber, desde la física divertida hasta la Ciudad de las Ciencias de la Villette.
Los fieles van a la iglesia, los ciudadanos al desfile, los forofos al estadio. ¿Quién va a la exposición? Un centauro, usted y yo. Un peatón extraño y ordinario, mitad buen alumno, mitad vago. Lo que sucede es que la exposición misma nació de los inciertos amores entre la Enciclopedia y los grandes almacenes. Julio Verne, colaborador de Magazine d'Education et de Récréation, fue un padrino tardío, pero fueron el abate Grégoire, con su Conservatorio Nacional de Artes y Oficios (1794) y, Zola, autor de Bonheur des dames (1882), quienes la han bautizado. Este último hizo los mejores reportajes sobre las exposiciones de 1889 y 1900, máquina fotográfica en mano. El liberador de Dreyfus esperaba de la industria la felicidad y la paz. Aquel que había transformado las Nouvelles Galeries en una catedral de vidrio y metal con su nave central, sus laterales y su vitral, no podía sino vibrar con el pandemónium eléctrico de las novedades en el corazón del París 1990.
Genealogía ambigua que pronto hará de toda exposición universal, entre salón de clase y patio de recreo, ese curioso compromiso entre una universidad popular y un Luna Park. Sartre lo hubiera llamado una manifestación de mala fe, que no es lo que es y es lo que no es: ni gran misa ni kermés, sino una y la otra, y así sucesivamente. Alphonse Allais, más simplemente, hubiera evocado la ciudad en el campo, donde el aire es tanto más puro. Descuartizado entre una pedagogía y una diversión, entre el humanismo moralizador y la torre de los paracaídas, este podatch (2) abracadabrante se quisiera cada vez que la conciencia del mundo desorienta al visitante, y ya no se sabe, entre el sermón y el regocijo, cuál le sirve de coartada al otro. El señor Tanto Mejor dirá: . ¡Qué placer recorrer durante la tarde un lugar en el que uno no se aburre!". El señor Tanto Peor denunciará una Disneylandia pretenciosa, un baile arrabalero agravado por una filosofía de dos centavos. Finalmente se verá cómo los caminos del hallazgo toman cada vez más los del consumo. Con el decurso de los decenios, de Londres a Chicago, Bruselas y Montreal, la atracción ha desplazado a la instrucción. La industria de la diversión, la diversión (¿malversación?) por la industria. Así va el mundo, donde lo peor no siempre está seguro desde que se está de acuerdo en seguir las pendientes remontándolas. Por su parte, Francia lo intentará en Sevilla dejando una biblioteca a sus anfitriones y contando en su pabellón la epopeya tecnológica de la transmisión y de los transportes desde 1492 al mañana.
Las exposiciones universales prefieren los lugares agrestes o protegidos, en lo posible insulares. ¿Acaso no se habla, horresco referens, de Venecia para el año 2000? En cada ocasión se trata de domesticar el futuro dentro de un gran círculo, de manera que cada uno pueda darle la vuelta, sobre un tren en miniatura o en monocarril. El visitante puede fatigarse, pero ninguna escapada, ningún claroscuro vendrá a perturbar la seguridad que posee de tener allí, ante sus ojos, la suma exhaustiva, el inventario completo de las posibilidades del momento. El espectáculo adquiere entonces valor de iniciación. Lo que se mide con la mirada es un balance, el del horno faber, que realiza su recorrido de propietario en el vehículo -barquilla o vagón- que hace por sí mismo la vuelta por la última Arca de Noé soñada por los humanos. Al reducto maléfico del marqués de Sade se opone la isla del bien, cuna de un espacio atemporal, de un progreso sin pérdidas. Vale decir: una humanidad sin violencia, una naturaleza sin historia, un mundo sin guerras consagrado a la mera emulación, mediante las apacibles conquistas de la técnica. El optimismo de las luces deja la tragedia en la otra ribera, con un foso de agua o de verdor entre su falansterio desapasionado y el furor del mundo según marcha. Apolítico, a-dialéctico, este univero de objetos abstractos no admite más que el hombre opuesto a la naturaleza, a la materia, nunca a los demás hombres. Su sueño, al expulsar la historia de la historia misma, es el de conseguir un movimiento regular, sin fricciones ni baches, que se encarne en la rueda y la trayectoria circular, leitmotiv y estereotipo de todas las exposiciones universales, desde la gran Rueda de Ferris (Chicago, 1893) hasta el Gyrotron (Montreal, 1967), pasando por el pasillo rodante circular de París 1900 y el Rocket Ship (Nueva York, 1939). Inmovilidad en el movimiento.
Es una paradoja ver hasta qué punto el eterno retorno del entusiasmo técnico puede servir de espejo a lo efímero de una época. Quien hojea el álbum de las exposiciones universales recorre la mejor galería existente de los autorretratos del siglo. No sólo porque la lista de las diferentes sedes de la exposición indica los sucesivos despegues de los países en la carrera hacia el desarrollo, Reino Unido, Francia, Austro-Hungría, Estados Unidos, Bélgica, Canadá, Japón y ahora España. Reivindicar y asumir la carga de una exposición universal es, para un país, una región, una ciudad, una buena prueba de poder y de voluntad de poder. Se necesitan medios y sobre todo orgullo. Pero tras el ecumenismo de la fachada se hallan todavía las rivalidades de prestigio, el amor propio, los desfiles nacionales que regulan las olimpiadas del progreso; tanto como a todas las demás. Pero aparte de que cada país al exponer sus bienes expone un poco su alma, desnudando sus tics y sus ilusiones, todos los pabellones nacionales de una exposición, a 10 años de distancia, adquieren un aire de familia: el de su fecha de realización. Art nouveau, 1900. Art déco, 1931. Neoclásico, 1937. Estructuralista, 1967. Formalista, 1970. Con la estética arquitectural, va con las tripas por fuera. Se ría o se llore, esas exhibiciones periódicas se asemejan a ejercicios de introspección colectiva. Las artes decorativas tienen la extraña virtud de poner cada época sobre el diván, como si fueran lapsus o confesiones involuntarias; como si no fuese posible hacer trampas con la historia; como si los últimos gritos de la modernidad más esforzada quedaran fuera de moda aún más rápidamente que nuestros más despreocupados anacronismos.
¿Para qué tantos esfuerzos y gastos? El deporte, que no sirve para nada, libera al hombre de sí mismo. ¿De qué nos libera una exposición universal? Por cierto que no de nuestros conflictos, pero nos permite soñar con una técnica sin política, con una sociedad mundial unificada sin fronteras culturales, con un día sin noche. Ese hermoso sueño solar tiene sin duda una función positiva en la economía de nuestra psique colectiva. ¿Ya no creemos en la salud por el progreso y nos hemos convertido en mitos del humanismo conquistador? Sea. El mesianismo laico de las exposiciones universales, legado del siglo XIX reactivado hoy por los imperativos de la competencia y del diseño, parece aquejado de anacronismo. La utopía no tiene precio. Ciertas experiencias de laboratorio nos han enseñado que un gato al que se le impide soñar se vuelve loco. Y peligroso. La humanidad industrial también debe soñar si no quiere asfixiarse en la jaula de sus pasiones y de sus intereses. Las exposiciones universales, como las Naciones Unidas o el Tribunal Internacional de Justicia jamás impidieron que los charlatanes fueran creídos, que los intolerantes excomulgaran, que los explotadores explotaran ni que los pueblos se mataran unos a otros. Pero sin estas sonrientes pausas la ley de la jungla no tendría freno ni fin. ¿Acaso la civilización técnica y sus festividades no eliminan el salvajismo de la historia humana? Las fanfarronas exposiciones de 1937 en París. y la de 1939 en Nueva York (sobre el ingenuo tema "¿Cómo será el mundo de mañana?") no han anunciado ni prohibido Auschwitz ni Hiroshima. Pero por lo menos hacen que la renovación del horror sea más obscena, menos tolerable. Los hombres y las naciones jamás tendrán suficientes espacios comunes para olvidar sus desgarramientos. Tenemos gran necesidad de la cita de Sevilla en 1992.
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