La perspicacia
Dicen que los chinos, los más astutos de entre los chinos, podían averiguar. la hora en los ojos de un gato atendiendo a la dilatación de las pupilas, como hubieran podido leerlo en un fotómetro. Hay que admitir que se trata de una habilidad extraordinaria. Yo tengo el mismo gato desde hace 17 años y sólo me da la hora dos veces al día, la de las comidas. La observación figura en un exhaustivo tratado de relojería entre las formas ancestrales de calcular el paso del tiempo. Lo chino a menudo es ancestral, del mismo modo que lo alemán es sólido y lo español apasionante. Lo chino también suele ser sinónimo de paciencia. Pero, salvando las características nacionales y la reconocida flema que implica ese método oriental de conocer la hora, creo que los chinos han trazado con el reloj incorporado a las pupilas del gato de la casa una de las fronteras absolutas de la perspicacia.Cuentan las historias de la revolución mexicana que en cierta ocasión el general Pancho Villa quiso comprobar personalmente cuál era la resistencia específica de los chinos a un proyectil del calibre 7,92. Abundaban entonces los chinos en el norte de México, supervivientes de la construcción de las grandes áeas de ferrocarril. Ellos nos dejaron el comentario, producto de sus sudores, de que "no es la locomotora la que transporta a los hombres, sino los hombres quienes llevan a cuestas el ferrocarril", perspicaz aforismo que cobra toda su importancia en estos tiempos en que ya nadie cree que el progreso sea un progreso. Pese a la sabiduría de los chinos, y a causa quizá de su indiferencia, la violencia caprichosa que acompaña las revoluciones les convertía en objeto de todas las perrerías. Para satisfacer su curiosidad técnica, el general Pancho Villa mandó fusilar en formación de columna a una partida de chinos. Aplicando el fusil al pecho del primero de la fila, pudo comprobar que un proyectil de Mauser del modelo de 1892 era capaz de perforar 32 de aquellos ejemplares.
Como en los relatos de Marco Polo, todo lo que concierne a los chinos parece adquirir automáticamente un carácter emblemático. Si el hombre, operario o viajero, lleva a cuestas el ferrocarril desde los tiempos remotos de. la primera metalurgia, el mismo individuo, como sujeto de la historia, lleva al hombro el pesado Mauser o siente su caño contra el pecho. El resultado es el mismo, y su nombre es destrucción.
Un sólido escritor alemán definió la historia como el producto de la cualidad petrificadora del presente, labor que congela gestos, experiencias, palabras, gallardías y desgarros. Supongo que ello considera el aspecto de "lo que pasé, pasó", actitud que tanto permite el paulatino olvido de lo oneroso o de lo insignificante como la selección y el realce de lo ejemplar o de lo útil.
Ciertamente, no hace falta la perspicacia de un chino para percatarse del apasionado interés que ha despertado en la intelligentsia española el famoso artículo de Francis Fukuyama, el cual, tras contemplar largamente las pupilas de su gato, decidió que el reloj se había parado, y elaboró la hipótesis de que la historia, por tanto, había concluido. Una de las ventajas formales del artículo de Fukuyama es que puede resumirse de ese breve modo, ya indicado por su título. No pongo en duda con ello la sinceridad y la competencia de quienes también se han apasionado por el contenido. Únicamente se me antoja que tras hallar el nombre a su pro ducto, el autor, bastante aliviado, se retiró a dormir. The end of history? Como en un buen relato de ficción, su consumo, en extracto o in extenso, de oídas o de leídas, estaba garantizado.
Sin embargo, resulta interesante y al mismo tiempo ocioso hacer notar el extraordinario desbordamiento de comentarios que ha provocado el texto precisamente en España, incluyendo estas líneas, y en medios de muy elevada difusión, incluyendo este periódico. Me pregunto si la actitud y el debate de ideas suscitado por el artículo de Fukuyama revela una característica del intelectual español. Como se sabe, y el que no lo sepa es porque ni oye la radio ni lee los periódicos, los acontecimientos del Este y el derrumbamiento del socialismo real han despertado una potente reflexión política basada en el estupor. Ello adquiere formas y operatividad diferente según los países. El intelectual alemán se halla ocupado en abonar o digerir la decisión política del reconocimiento de la línea Oder-Neisse como frontera oriental de Alemania, renunciando (¿para siempre? Never say never) a la patria de Kant. El íntelectual francés, por emplear el vocabulario del boxeo, busca el contacto. La política de su Gobierno consiste en penetrar velozmente y extender al máximo la influencia francesa en los Balcanes, dentro de una honrada pero feroz competencia comunitaria, para compensar el peso de una Alemania unificada. Siguiendo el ejemplo de Chateaubriand, embajador en Berlín y emisario en Bohemia, los intelectuales franceses se dice que aspiran a la embajada de Praga o Budapest.
Quizá sea el alejamiento geopolítico de la zona, o la falta de interés por la política de contacto, o la renuencia del Ministerio de Asuntos Exteriores a confiarnos una embajada a cada uno, lo que ha conducido al intelectual español a volcarse en el, cuatro veces reiterado en estas líneas, artículo de Fukuyama. Mi opinión personal es que tal texto comenzó a revelar lentamente su inanidad a medida que fueron pasando las horas desde que se firmó, y de eso hace ya más de seis meses. Me pregunto si nuestro rasgo racial característico, al comentarlo de forma tan prolija, no consiste en reiterar el síndrome de la Universidad de Salamanca, componiendo diatribas, afinando polémicas, puliendo exégesis, capillando refutaciones escolásticas, en el mismo siglo en que Newton establecía las leyes de la gravedad.
De todas formas, vuelvo a aquello por lo que comencé. Los chinos eran gente muy lista a la hora de averiguar la hora, y las manufacturas orientales han terminado por inundar el mercado de relojes de pacotilla. Qué extraños equilibrios nos ofrece la historia interminable. En el largo recorrido del laberinto español, el ojo más perspicaz fue sin duda Velázquez. Y en otro ámbito de cosas, y con la ayuda del miroscopio, don Santiago Ramón y Cajal.
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