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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El juez del caso y el caso del juez

AL ADELANTAR en algunos días el final del secreto sumarial sobre el llamado caso Naseiro, la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha actuado con reflejos -aunque tardíos-, respondiendo con prudencia a las exigencias de una situación que lo hacía ya injustificable por razones de defensa de los implicados, que, mientras no se demuestre lo contrario, son inocentes. De momento, los prolegómenos conocidos dejan entrever la entidad de los cargos imputados al responsable de finanzas del Partido Popular, Rosendo Naseiro, al antiguo tesorero de ese partido, el diputado Angel Sanchis, y al concejal valenciano Salvador Palop.Simultáneamente, los datos sobre la forma en que se inició la investigación y el desarrollo de los interrogatorios parecen despejar las dudas básicas sobre la actuación del juez Manglano. Dudas en algunos casos interesadamente sembradas por quienes trataron de desviar la atención respecto de los presuntos delitos investigados. Y ello es lo único que no ha sido nunca un secreto: presuntos delitos de cohecho relacionados con la financiación del Partido Popular.

La pretensión de transformar el caso Naseiro en el caso Manglano no es inocente. Responde al deseo de aquellos que, estando implicados o sintiéndose cómplices ideológicos de los mismos, intentan derivar las investigaciones hacia otros asuntos. En el límite, ello podría llegar a entenderse desde la perspectiva profesional de los abogados de unos particulares enfrentados a serias imputaciones; pero es inaceptable que tal pretensión sea asumida por la dirección del Partido Popular, que, por una parte, proclama su deseo sincero de transparencia y de llegar al total esclarecimiento de los hechos" y, por otra, se presta a esa maniobra diversionista consistente en convertir al juez del caso en el caso del juez. Intento en el que los jóvenes dirigentes populares han sido embarcados por algunos entusiastas y habituales propaladores de infundios que, sin miedo al ridículo, pasan del "no se descarta" al "se da por hecho", citándose unos a otros como prueba irrefutable, en una irresponsable escalada de frivolidades. Y cuando se produce el mentís o se conoce la falsedad de lo afirmado, los voluntarios ya están haciendo rodar otro infundio. Y si cuela, cuela.

Los cavernícolas

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Las circunstancias del caso Naseiro comienzan a colocar a cada cual en su sitio: a los implicados, en el centro de una operación financiera presuntamente ilegal al servicio de su partido; al juez Manglano, bajo el manto de la ley, que ha aplicado con corrección, según reconocen los que han conocido sus actuaciones. Ahora, la investigación judicial deberá determinar si la actuación de Sanchis y Naseiro, responsables de las finanzas del PP, son sólo el resultado de una conversación "en broma", como ha afirmado Naseiro al recordar sus conversaciones con el concejal Palop, o un sórdido asunto en el que la financiación de la causa sirve para encubrir irregulares formas de enriquecimiento. Y si la responsabilidad de los directamente implicados se agota en sí misma o, por el contrario, se extiende a quienes aprobaron o consintieron, por acción u omisión, tales prácticas sin por ello mezclarse necesariamente en los tejemanejes. Que es donde reside el principal interés político del asunto.

Al abordar el objetivo de que se declaren nulas las diligencias en base a una supuesta actuación irregular del juez, se está de hecho admitiendo que se intenta evitar entrar en las acusaciones concretas de cohecho. Pero tampoco hay base para cuestionar seriamente esa actuación judicial. En lo que atañe a la incomunicación de los detenidos en la fase indagatoria del proceso -circunstancia esgrimida por primera vez como sinónimo de tortura por la más tradicional caverna ideológica nacional después de haberla aplaudido en otros casos- es una facultad judicial muy discutible, pero prevista en las normas cuando existe riesgo de confabulación en las declaraciones sobre el delito que se está averiguando, y en estos supuestos la ley establece que la asistencia de abogado será de oficio. A nadie se oculta que tal riesgo planeaba sobre unas pruebas basadas en conversaciones telefónicas cuyo significado real podía verse distorsionado por el previo acuerdo de los implicados.

En cualquier caso, la posible entidad delictiva de los hechos puede justificar el empleo de tal medida, pues no se alcanza a ver que sólo deba aplicarse apresuntos terroristas y a traficantes de droga y no a quienes con su actuación podrían haber atentado contra la credibilidad y el buen funcionamiento de las administraciones públicas, corrompiendo a sus funcionarios, propiciando la adopción de decisiones de carácter ¡legal y, en definitiva, poniendo en cuestión al mismo sistema democrático. Quizá haya sido la evidencia de la legalidad de la medida lo que obligó a los detractores del juez Manglano a abandonar este frente, en el que se atrincheraron en un primer momento, y abrir otro sobre las circunstancias del interrogatorio judicial. Los propios abogados de los Implicados no han hecho ascos a este tipo de argumentos ante la hipótesis de solicitar la nulidad de lo actuado por el juez, lo cual implicaría postergar la investigación sobre el fondo del asunto. No parece fácil tal pretensión en un caso en el que los implicados han gozado de una garantía -la más importante en un Estado de derecho- que no suele aplicarse al común de los detenidos: ser puestos bajo la tutela judicial desde el primer momento de la detención y prestar sus primeras declaraciones ante el juez y no ante la policía.

La inquisición

Asuntos como el citado o el denominado caso Juan Guerra no sólo sacan a la luz procedimientos condenables en sí mismos -el enriquecimiento personal y la obtención irregular de fondos para los partidos políticos en los aledaños de las administraciones públicas-, sino también el funcionamiento presuntamente corrupto de determinados eslabones de estas administraciones que los ciudadanos pagan con sus impuestos.

No hay por qué dudar de que tanto la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que investiga el caso Naseiro, como el juez de Sevilla, que hace lo propio con el caso Juan Guerra, llegarán hasta el final y depurarán la responsabilidad penal de cuantos estén implicados. Pero la actuación judicial, con ser obligada y necesaria, no es suficiente, pues el problema de la corrupción político-administrativa trasciende con mucho los límites de un sumario. Y de ningún modo puede servir de coartada al Parlamento y a los partidos políticos para eludir la responsabilidad que les corresponde en su erradicación.

En definitiva: los prolegómenos judiciales del llamado caso Naseiro han servido, cuando menos, para destapar la voracidad monetaria de algunos partidos políticos -obligados, al parecer, a recurrir a fórmulas de financiación irregulares pese a percibir partidas importantes de los presupuestos del Estado, a las aportaciones de sus militantes y a las donaciones particulares-; la maniquea concepción que sobre el respeto de los derechos humanos tiene una parte de la derecha, de indignación cuando le atañe y de indiferencia si le es ajena; y, por último, el lamentable espectáculo de algunos medios de comunicación social -los de siempre, desde hace décadas-, que han decidido asumir los roles de juez, parte, verdugo y víctima, indistintamente, en un desmedido afán inquisitorial y una escasa preocupación por la veracidad.

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