La hora del impuesto
APENAS REPUESTOS del trance amargo -al margen de su exigencia legal y su justificación social- de la declaración sobre la renta de las personas físicas de 1988, los contribuyentes españoles se enfrentan, cinco meses después, a la correspondiente al año 1989. El respiro que supuso el aplazamiento de mayo a noviembre del pasado año de la declaración de 1988, debido a la sentencia del Tribunal Constitucional que puso patas arriba el sistema fiscal que venía funcionando desde 1978, se ha vuelto en contra de los contribuyentes, que en tan corto lapso de tiempo deben afrontar de nuevo sus obligaciones fiscales.A partir de hoy y hasta el 20 de junio, para las declaraciones positivas, y el 2 de julio, para las negativas, los españoles serán los protagonistas del ritual impositivo, cuya principal función será la de descifrar y cumplimentar los formularios en que deben plasmar su declaración y que, pese a la buena voluntad de los responsables del Ministerio de Hacienda, siguen siendo incomprensibles para una buena parte de los ciudadanos. Una obligación que debería poder ser asumida plenamente por cada uno de los contribuyentes se ha convertido para la gran mayoría en un trago desagradable del que intentan salir como pueden y recurriendo cada vez más al concurso imprescindible de los asesores fiscales.
Si hay un factor que sigue caracterizando el sistema impositivo español es el de la provisionalidad. Y éste perdurará todavía algún tiempo, hasta tanto no se ponga en pie un modelo fiscal definitivo mirando con un ojo los criterios del Tribunal Constitucional y con otro las exigencias del mercado único europeo. Mientras, los casi diez millones de españoles obligados a declarar este año -cerca de un millón más que el año pasado- lo harán en el marco del régimen transitorio aprobado con urgencia para los ejercicios de 1988 y 1989, y que ahora acaba de ser prorrogado al ejercicio de 1990. Pocas novedades, pues, presenta la declaración de la renta de 1989 en relación con la del año pasado, entre ellas la de retomar la tradición de poder ingresar el impuesto en dos plazos -el 60% en el momento de presentar la declaración y el 40% restante hasta el 5 de noviembre- en los supuestos de declaración positiva y la de elevar de 500.000 a 900.000 pesetas los rendimientos de capital a los efectos de la declaración simplificada.
En cualquier caso, urge acabar con esta situación de provisionalidad, que se traduce para el contribuyente en desorientación sobre el alcance de sus obligaciones fiscales y en inseguridad jurídica. El aumento de la carga impositiva soportada por los españoles que declaran en los últimos años, el mayor número de ciudadanos que cumplen con sus obligaciones fiscales y la sustanciosa aportación que hacen a las arcas del Estado -unos 3,3 billones de pesetas de recaudación por el impuesto de la renta de 1988- merecen, cuando menos, un esfuerzo equivalente por parte de la Administración en cuanto a garantías, seguridad y transparencia del sistema impositivo. El secretario de Estado de Hacienda ha acogido como regalo de boda, después de tanto varapalo judicial, la reciente sentencia del Tribunal Constitucional que declara ajustados a derecho varios controvertidos artículos de la Ley General Tributaria. Pero esta alegría sólo tendría sentido para el contribuyente si sirviera para acabar con los vaivenes legislativos en materia fiscal y en mejorar el trato que recibe de la Administración tributaria. El silencio administrativo, o la conducta prepotente de un Departamento de Hacienda que, por ejemplo, rehúsa cartearse con los contribuyentes son métodos que no mejoran la conciencia fiscal de los ciudadanos. Una conciencia que vive momentos delicados en un marasmo de presuntas corruptelas y sospechas en el seno de buena parte de los partidos políticos.
Sería conveniente que el mismo ardor que demuestra Hacienda para sus tareas recaudatorias lo manifestase para convencer a todos de la justeza de su carácter redistributivo y su ecuanimidad investigadora.
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