Teoría y práctica
El Álamo/ Luguillano, Cámara, Romero
Novillos de El Álamo, terciados, nobles y manejables. David Luguillano: aviso y silencio; silencio. Fernando Cámara: oreja; oreja. Jesús Romero: vuelta; oreja.
Alcalá de Henares, 26 de abril.
Los tres coletudos actuantes en este primer festejo de la miniferia montada por el Ayuntamiento alcalaíno, con motivo de la entrega del premio Cervantes, parecían saberse de memoria la amplísima y compleja teoría de la tauromaquia. Seguro que se han embebido muchos libros con este tema. En un examen nemotécnico recitarían de carrerilla cómo deben hacerse las distintas suertes. Otra cosa, bien distinta y distante, es la práctica de esas ideas.Aplicar la teoría delante de un burel, aunque sean unas cáncanas de escaso trapío, como sucedió ayer, cuesta más y coloca a cada diestro en su auténtico sitio. El que más se acercó a la perfección de la teoría fue Cámara, aún sin rayar a gran altura. Pero supo adaptar sus arcanos a las cataduras de sus enemiguetes, ambos de corto recorrido. ¿Qué otra cosa si no es la tauromaquia?.
Marcándoles mucho el recorrido de cada pase y rematando junto a la cadera, los animalillos quedaban sometidos y colaboraban en la creación artística de Cámara. Durante sus faenas, hasta el astro rey se liberó de la plúmbea y lluviosa compañía de las nubes y la otoñada tarde se convirtió en soledumbre. Y no es que Cámara estuviera perfecto, que a veces abusó del encimismo y de la cantidad en detrimento de la calidad, pero también toreó como mandan los viejos cánones de la fiesta.Pura ortodoxia
El local Jesús Romero, al socaire del apoyo de sus paisanos, intentó siempre la pura ortodoxia, adornada con pinturería en todo su amplio repertorio, con la flámula y el percal. Cuando lo consiguió caló hondo y el cotarro lo celebró con jarana.
Ha toreado pocos festejos picados y eso le llevó a cometer los fallos propios del principiante que es. Tanto con la raspilla tercera, como con el colorado y bocinero sexto, el único mínimamente presentable, el mando correspondió a los novillos. Las faenas se desarrollaron en los terrenos que éstos querían, ya que su lidiador no prolongaba el viaje en las suertes y los bichos quedaban sueltos y distraídos.
Luguillano destelló algunos retazos de arte en el que abrió plaza, sobre todo en dos series de naturales perfectamente abrochados con el de pecho, marcado al hombro contrario, como explican las enciclopedias taurinas. Pero adoleció de falta de quietud y reposo. Al cuarto se lo asesinó el piconero y quedó con la cabeza derrotona. Luguillano tiró de teoría y se mostró valiente y aseado.
La lástima es que debe haberse leído cómo realizar la suerte de matar en un apócrifo libro de tauromaquia. Posiblemente de espadachines, y malos, pues montó sus por desgracia habituales mítines con la tizona.
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