La confabulación del toreo
La historia del toreo, tal como encuentran su principio las obras de arte, comienza por el final, por la muerte del toro bravo. Como el toro es un animal emblemático su muerte en la lidia penetra en las profundidades del ánimo sugiriendo la prolongación del acto, y, con la naturalidad del deseo, una vez estableci -do su momento crítico, el drama supremo, se determina el argumento de los episodios que precederán al desenlace final.Se determina, no intuitiva ni improvisadamente, sino estudíando y trabajando a lo largo del tiempo, negando más que inventando, de manera que lo que precede no descuelle por encima de lo que sucede, desenrollando la tragedia ascendente, hollada sobre antiguas alegorías, preñada de complejidad, sirviéndose de la dinámica del rito y de recursos escénicos, buscando satisfacer el placer estético con la belleza absoluta y el placer del intelecto con la precisión técnica y la insinuación de un sentido que justifica totalmente la reflexión y el ensueño.
Pronto se abandona el espacio abierto y se encierra la ceremonia en un círculo para concentrar la atencioón en el centro. Descabalga el protagonista para incrementar el riesgo, se viste seductor y espera la armonía del baile en cada moción.
Si todo marcha por los cauces que el público desea, por las altezas que marca lo sublime, sonará la música desde la grada que circunseribe el coso. Música, danza y teatro asociados en un mismo fundamento.
El público penetra en la plaza y se sienta incómodo -la penitencia aligera el cuerpo y descubre el sentir en carne viva-, expectante y pasivo al principio, movido por la emoción después y por último le llega la pasión del ánimo.
La pasión requiere familiaridad, y como el placer se logra en la repetición que identifica, así la corrida de toros se repite a sí misma como el estribillo de un poema.
Ritmo sereno
Suena la música, sale el toro sin sorpresa, y su vehemencia contrasta con el ritmo sereno del torero que lo cita. En las primeras escenas todo es explicable y real, pragmático el picador con su certeza.
Tal como la puya da un atisbo de muerte, la belleza que asoma solemne en la verónica da una pista sobre la seriedad del argumento y enseguida se torna risueña en manos del subalterno, en suma el banderillero.
La belleza impresiona, deleita y, en su desarrollo supremo, se espesa en el riesgo.
El público, sobrecogido el aliento, se regala con su propia tortura y observa al matador haciendo ostentación de su valor, enarbolando un lienzo de color sangre que prolonga la herida del toro y, si hay mala suerte, la del torero.
Con la muleta se descubre el final irremediable y su tiempo lo marca la debilidad del toro, la impaciencia del público por llegar al final de lo que sabe y la precisa exigencia del arte que conoce el torero. La lidia es belleza y arte en clave de riesgo.
Babelia
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