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Crítica:ÓPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Una pasión de nuestro tiempo

En competencia con cuatro conciertos orquestales de importancia, se estrenó el pasado viernes en la sala Olimpia, una nueva ópera española de la serie promovida por el Ministerio de Cultura: El bosque de Diana, libro de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), y música de José García Román (Granada, 1945).Digamos de entrada que la versión alcanzó una gran calidad gracias al trabajo verdaderamente ejemplar del director musical, José Ramón Encinar, a la dirección escénica, de todo punto adecuada, de Guillermo Heras, y a la excelencia del reparto: Lola Casariego, cada día más dueña de todos los recursos lírico-escénicos a partir de su preciosa voz; Enrique Baquerizo, un barítodo todoterreno, dominador de su personaje que se mueve entre la realidad y el símbolo; Juan Pedro García Marqués, integrado en un mundo bien diverso de cuanto ha hecho hasta ahora, y Paloma Pérez Íñigo, quien cantó como ella sabe hacerlo y se superó en la concepción de esta Diana tan alejada de la del dieciochesco Martín y Soler.

El bosque de Diana

El bosque de Diana, de Muñoz Molina y García Román. Teatro Lírico Nacional y Centros para la Difusión de la Música Contemporánea y las Nuevas Tendencias Escénicas. Intérpretes: L. Casariego, E. Baquerizo, J. P. Garcia Marqués y P. Pérez Íñigo. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director musical. José Ramón Encinar. Director escénico: Guillermo Heras. Escenarios: José María Fernández Isla y G. Heras. Figurines: Yvonne Blake. Luces: Juan Gómez Cornejo y CNTE. Sala Olimpia de Madrid, 20 de abril.

El éxito de autores e intérpretes fue tan claro como justo y ahora hay que esperar la reacción de lo que suele denominarse gran público que preveo igualmente favorable. La razón principal para esa previsión reside en que Muñoz Molina y García Román han conseguido una ópera entera y verdadera en la que los valores de la acción, el misterio y la pasión se conjugan en una potencia formidable y dentro de una tónica dramática propia del mundo contemporáneo. Nada, pues, de ejercicio intelectual; nada de ópera sobre la ópera; nada, en suma, de distanciamiento. La pervivencia del género operístico de cualquier época quizás se deba a esa fuerza singular antes, incluso, que al belcantismo o a la mitología de los divos.

Como el mismo Muñoz Molina dice, su Diana parte de una serie de "borradores de un sueño parcialmente controlado". Pero hasta los sueños son hijos de una cultura y están condicionados por una serie de vivencias.

La cultura puede acudir a los viejos mitos, como el de Diana, pero las vivencias los convierten en otra cosa: está casi a la vista toda una novelística de nuestro siglo desde la americana a la del propio Muñoz Molina; está el fenómeno cinematográfico, el conocimiento de óperas como El cónsul, Wozzeck, Lulú, las de Janacek y otras expresiones diversas de la angustia y las realidades brutales que, aquí o allá, ponen constantemente al hombre en situación de huida.

Obra expresionista

Otra condición, conveniente, casi necesaria, para la ópera es la linealidad de su argumento y la fusión entre éste y la acción, valores que El bosque de Diana sigue ejemplarmente, poniendo mayor atención a la acción, el ambiente y las pasiones que al decimonónico estudio psicológico de los personajes.Estamos ante una ópera expresionista si entendemos el término como tendencia general y no ceñido a una determinada época de las artes. Como lo impresionista o lo surrealista, este expresionismo se convierte en otra cosa en manos de dos talentos granadinos (puede denominarse así al escritor aunque naciera en Jaén) y es aquí donde se produce lo más atractivo de la obra: ese extraño duende, esa serie de galerías y subsuelos que todo profundo arte nacido en Granada sugiere, descubre, vela, explica o entenebrece.

A ello contribuye sustantivamente la música de José García Román, tan entrañada en el drama, sus símbolos, climas y fetiches, que hablar de libro y música por separado ya parece disparate. Las buenas partituras operísticas son, precisamente, aquellas en las que la música, por sí misma, es ya teatro -como en Gluck, Mozart o Verdi- más aún cuando se trata de expresiones contemporáneas en las que no se trata de practicar formas musicales preestablecidas, sino de crear un continuo que, en las voces y en la orquesta, lleva el texto al límite extremo de su expresividad.

A lo largo de un curso secuencial, las voces entonan el texto de Muñoz Molina envueltas, sostenidas y significadas por una orquesta riquísima y fascinante de colores a pesar de su formación limitada; una orquesta llena de insinuaciones, de metáforas e imágenes sonoras puestas al servicio de una música que se mueve inquieta e inquietante en el tiempo para hacer de él tempo musical y lo puebla de sorpresas para crear un clima dramático más misterioso porque no depende siquiera de la concreta aventura de los personajes, sino de la creación, permanencia y excitabilidad de un temple.

En ese mundo de nocturnidades y luna brillante hasta la crueldad, en ese cortejo de sonidos dramáticos en el que chocan el hombre fugitivo, la fría carretera, el silencio de la soledad, la dureza del vigilante de Diana, la fantasmagoría del bosque, aliviada a veces por el espescar del agua, el coro de las sirenas policiacas y luces intermitentes que se han tornado cotidianeidad, el ladrido de los perros, cada vez más adiestrados en nuevas faenas persecutorias, o el punto final de los disparos, la música no naufraga: lo poetiza todo pues Muñoz Molina y García Román han hecho buen teatro, esto es, buena ópera, al tiempo que hacían buena poesía; drama riguroso comunicado a través de la belleza.

Los dos autores deben insistir en el género, pues pueden protagonizar un capítulo necesario en la historia músico-teatral de nuestros días.

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