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Extranjero desarmado

Hace años nos reíamos dolorosamente de la pretensión del general Franco de suprimir la lucha de clases por decreto. Su régimen no podía eliminar el movimiento real de la sociedad, sino sólo mejorar hasta extremos sangrientos la posición de una de las partes. Cabe ahora hacer parecida reflexión sobre la pretensión estalinista de haber superado en el Este los nacionalismos. Pese al reconocimiento teórico del derecho a la autodeterminación, una colectividad nacional se impuso coactivamente a las otras a escala estatal y aun a escala del Pacto de Varsovia la doctrina de la soberanía limitada supuso la supremacía de la URSS sobre los demás Estados. El renacimiento de los nacionalismos en la Europa oriental no debiera, pues, sorprender a nadie.No hay más remedio que afrontar la cuestión, y sería deseable hacerlo con un talante abierto a la complejidad, no ya del mapa, sino del hecho nacional mismo. Para empezar, no se puede poner en el mismo plano el nacionalismo de una nación dominante y el de una nación dominada. Arriesgo una propuesta: hay que apoyar el nacionalismo de los pueblos sin Estado y recelar del de las naciones -o pretendidas naciones- con Estado. Quizá el sentimiento de identidad nacional sea en todas partes el mismo e incluso constituya -como me parece que decía Russell- un error compartido acerca de la propia historia. Lo que ya no es lo mismo es el grado de control sobre su lengua, su cultura y su economía que tienen los pueblos sin Estado y los pueblos con Estado. No pretendo que el Estado propio sea la única garantía posible de un desarrollo político autónomo, pero es a quienes niegan esto desde posiciones de poder a quienes les incumbe probar la viabilidad del Estado multinacional como casa común. Mientras no se demuestre lo contrario, cada nación aspirará a su Estado, y la postura progresista será apoyarla hasta que lo logre y luego volverse contra el nacionalismo de Estado-nación.

Ciertamente, todo nacionalismo es un particularismo potencialmente peligroso y hay que buscar vías de universalismo. Yo declaro de antemano mi conciencia cósmica, favorable a la federación con cualesquiera seres racionales que se encontrasen en el universo, independientemente de su olor, volumen, número de sexos o de extremidades. Lo que sigue sin gustarme son las superaciones por decreto. O por abstracta apelación a unidades superiores.

Ejemplo de este último tipo sería el bienintencionado artículo de Paolo Flores d'Arcais que publicó EL PAÍS el 23 de marzo. Según él, la identidad europea sería el antídoto contra (lo malo de) el nacionalismo y el "regionalismo". "Para que las cosas fueran diferentes", escribe, "sería necesario que el nacionalista irlandés o vasco (por poner los dos ejemplos más conocidos y trágicos) se sintiese, en primer lugar, habitante de Europa, y sólo en segunda instancia arraigado en la tierra vasca o irlandesa". Habría que decir de antemano que sus dos ejemplos no son tanto los más conocidos y trágicos como los más susceptibles de sacar las cosas de quicio y criminalizar todo nacionalismo. Pero, admitiendo como buena su propuesta, me gustaría que explicase cómo se adquiere conciencia europea antes que vasca o irlandesa si no es mediante un costosísimo, aunque interesante, proyecto de turismo masivo y aprendizaje de idiomas en la primera infancia. Y en cualquier caso, no consta que los nacionalistas irlandeses o gallegos o lituanos no quieran ser europeos, sino que no quieren ser definidos como ingleses, españoles o rusos. Sigo sin ver claro que el señor Benegas sea menos nacionalista de su Idea de nación que el señor Idígoras de la suya, por poner ejemplos conocidos.

Por lo demás, los nacionalistas de Estado parecen cada vez serlo más frente a las nacionalidades, digamos, minoritarias de su Estado que frente a los Estados ajenos, europeos o no. El índice de aumento de los establecimientos de hamburguesería foránea sería un indicador al alcance de todos.

Europa, una hermosa palabra sin duda, un término evocador de la Grecia de Pericles, la Suecia del Estado de bienestar, el turismo liberador de represiones, la librería de Maspero, la editorial Ruedo Ibérico del injustamente olvidado Pepe Martínez, Oxford, incluso la Capilla Sixtina... Europa: la cicuta de Sócrates, la noche de San Bartolomé, Seveso, la contaminación del Rin, el alcalde de Florencia contando africanos... No es extraño que la conciencia europea no le venga a uno por obra del Espíritu Santo. Pero trabajen en buena hora los entusiastas de la idea europea haciéndola más concreta, más inequívocamente comprometida con la profundización en la democracia y la solidaridad con el Tercer Mundo.

Hay también otro camino. Convertir el nacionalismo de los pueblos oprimidos o marginados en un internacionalismo, en un particularismo abierto a todos, en una solidaridad de los diferentes frentes a los uniformizadores, en un discurso abierto desde la nación negada hacia todo lo negado por Franco o por el mercado o por Stalin: el sexo, la opción sexual, las religiosidades, el amor a un paisaje concreto, la peculiaridad que no se vive como destino sino como punto de partida.

Aún no he podido recorrer Europa, pero sé que mi capacidad para entender a un finlandés o a un flamenco debe mucho a mi esfuerzo valenciano por negarme a ser un español genérico, por mirar Castilla o Euskadi con ojos respetuosos de forastero, por acogerme a antiguas leyes europeas sobre la hospitalidad y no al retrato de bodas de Isabel y Fernando ni a las fuerzas de seguridad que engendraron. Probablemente en Africa o en Oceanía también se acoge bien al extranjero desarmado.

No es todo nacionalismo, sino toda negación de la diferencia lo que nos impide ser iguales. Mi patria es el mundo, pero sólo lo supe bien el día que desde un lugar del País Valenciano escribí un panfleto clandestino en favor del Frente Polisario. No vendo nada ni estoy interesado en unificarles el mercado a los americanos o a los japoneses. El señor Flores d'Arcais, probablemente tampoco. Cuando sepa de qué Europa se trata, que me avise. Los viejos izquierdistas nos apuntamos siempre a todo.

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