Madrid

Soñé que llegaba a una ciudad fantástica que llamaban Madrid. Varios millones de habitantes esperaban su fin en el interior de fabulosos automóviles alicatados hasta el techo. Estos vehículos podían alcanzar velocidades siderales, pero permanecían quietos, rugiendo levemente, frente a semáforos que les guiñaban el ojo ajenos al colapso circulatorio. Los conductores parecían satisfechos dentro de sus mausoleos motorizados. Unos aliviaban la espera llegando hasta lo más hondo de sí mismos a través de los orificios nasales; otros escuchaban la radio; algunos jugaban con su propia memoria y sonreían.Entre los huecos formados por las poderosas máquinas desfilaban manifestaciones y ambulancias. Grupos de indigentes comerciaban con pañuelos de papel, teléfonos portátiles y ambientadores con olor a pino. En todas las esquinas estratégicas enormes máquinas, con aspecto de animales prehistóricos, cavaban zanjas y construían túneles en los que de cuando en cuando perecían los obreros. No había autobuses.
Penetré en una erección con forma de torre que llamaban Picasso. A la entrada te daban una piedra de plástico gracias a la cual tu cuerpo no pitaba al pasar frente a unas barreras electrónicas. Todo era limpio y luminoso excepto la piedra, que era negra y sucia porque había sido manipulada por cientos de personas que sin duda tenían el hábito de llegar a lo más hondo de sí mismas por el sistema ya descrito. Los ascensores tenían las paredes de mármol. Gracias a este dato, advertí que me hallaba en el interior de un sueño, pues ni al que concibió la Cruz de los Caídos, en el valle homónimo, se le habría ocurrido un disparate de este tamaño. Lo curioso es que desperté y las paredes seguían siendo de mármol, la ciudad continuaba llamándose Madrid, los obreros perecían en los túneles municipales, y los habitantes esperaban su fin en el interior de poderosos automóviles alicatados hasta el techo. Qué raro.
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