Supongamos
Supongamos que dejas de fumar, que abandonas la bebida, que te quedas en casa por la noche, que renuncias a la pequeña porción de locura que has conservado como el último tesoro de tu juventud. Supongamos que dejas de comer cosas insalubres, que introduces la fibra y el yogur desnatado en tu existencia. Imaginemos que dejas las malas compañías, que te disciplinas un poco y procuras llevar camisas más modernas y calcetines a juego. Imaginemos que empiezas a ir a un gimnasio y que fortaleces tus músculos, reduces estómago y te duchas con agua fría. Imaginemos que todo esto te lleva a estar de mejor humor, a ser más regular en tus deposiciones y a madrugar sin problemas para hacer quince minutos de ejercicio antes del desayuno. Imaginemos que te apuntas a una asociación o club de personas con semejantes intereses y que tu vida cambia, en fin, hasta el punto de convertirte en otro.Todo eso está bien, quien lo ha probado lo sabe. El problema no es lo que se gana, que no está en cuestión por obvio, sino lo que se pierde. No cada una de aquellas cosas aisladamente considerada, sino lo que formaba su conjunto: un individuo. Ese individuo ya no está contigo, pero seguramente no se ha ido, nunca se va de] todo. Y si no se ha ido, ¿qué harás con él los domingos por la tarde? Qué le dirás cuando te pregunte por qué lo ocultas? Sus palabras te producirán la nostalgia de otro tiempo, la melancolía de la ausencia. Y verás que eres otro, en efecto, en el llanto del anterior, que no cesará de pedir que le hagas un hueco en tu existencia.
Comprenderás entonces que la vida es un convenio colectivo, un pacto perpetuo entre el otro y tú. Es posible que lleguéis a un acuerdo, pero nunca a una síntesis, porque representáis intereses tan distintos como el capital y la clase obrera.
En todo caso, si después de haber sido uno te conviertes en otro, ya siempre seréis dos.
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