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Crítica:'PASEANDO A MISS DAISY'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un hermoso idilio

En Paseando a Miss Daisy hay esa filigrana de la magia interpretativa que permite a algunas películas menores encaramarse, sin por ello tener que hablar de exageración o de globo hinchado, en un lugar más alto que el que por sus méritos les corresponde. Son más de lo que parecen, pero no por ello defraudan, pues llevan dentro una fuente inagotable de disfrute: dos actores de genio que, alquimistas de nuestro tiempo, hacen oro con las chatarras que interpretan.Los autores de la belleza de este filme no son ni su director, ni su escritor, ni su fotógrafo, ni cualquiera otro constructor de sus imágeneas situado detrás de la cámara. Los creadores genuinos de esa hermosura son únicamente aquellos que en la pantalla dan la cara a la cámara y ésta se limita -con el buen gusto de pasar inadvertida- a seguir de cerca su evolución, los bordados de sus prodigiosas interrelaciones su densa malla de gestos recíprocos, que dan lugar a un entramado de estímulos cómplices de tan noble atractivo que el espectador queda embebido ante la pantalla y no aparta los ojos de ella, como si el mediano filme fuera tan grande -que no lo es- como lo son sus oficiantes.

Paseando a Miss Daysy

Dirección: Bruce Beresford. Guión basado en la obra teatral de Alfred Uhry. Estados Unidos, 1989. Intérpretes: Jessica Tandy, Morgan Freeman, Dan Ackroyd. Estreno en Madrid: Paz, Ideal y, en versión original subtitulada, Infantas.

La presencia pura

Estos oficiantes son dos veteranos actores del teatro neoyorquino. Ella es Jessica Tandy, una casi anciana actriz que tiene un lugar indiscutido en la escena norteamericana moderna, pues desde hace decenios está abriendo brecha en las avanzadillas del mejor Broadway.Hizo en el pasado Jessica Tandy algunas incursiones no afortunadas a Hollywood. Su rostro es duro, seco y áspero en sus formas, pero secretamente dulce en las transiciones intermedias de estas formas, en el paso de un gesto a otro. De otra manera, es una actriz no bella pero con sentido de la transfiguración, lo que le permite parecer bella cuando su gesto, entra en movimiento y crea movimientos, vaivenes de ánimo, en el espactador.

Partiendo de casi nada, Jessica Tandy desecadena un efecto de bola de nieve en su actuación: acumula en su figura pequeños, casi imperceptibles rasgos vivos, y en un momento impreciso su aparente inexpresividad se convierte de pronto, casi inesperadamente, en un estallido de elocuencia muda. Su técnica es insuperable. Domina la minucia y la ley de la progresión con maestría. Y verle actuar nos hace asistir a esa milagrosa capacidad del intérprete de genio para extraer de sus límites lo ilimitado.

Si Jessica Tandy es una actriz contenida, que actúa a través de pequeñas dosis de sí misma exquisitamente medidas, Morgan Freeman, actor de raza negra que estrenó hace unos años en Broadway la obra teatral en que se basa Paseando a miss Daisy, es todo lo contrario: un actor de fortísimo impacto directo, que se vacía en su primera aparición y no obstante, a medida que la aventura avanza, sigue creciendo sobre aquélla su plenitud inicial.

Si Jessica Tandy ha de adueñarse de la pantalla trabajosamente, gota a gota, paso a paso, Morgan Freeman se apodera de ella de una sola vez, mediante su simple presencia. En Paseando a miss Daisy, Jessica Tandy va dando vida lentamente a su estatua muerta inicial. Por el contrario, Morgan Freeman aparece por primera vez entre una docena de colegas y de su mirada curva e irónica surge el mandato de que la escena es suya, irremediablemente suya.

Ambos intérpretes, de características técnicas opuestas, se complementan en el filme como lo harían dos piezas de un movimiento relojero, pues su juego mutuo está tan perfectamente coordinado que crea la sensación de un inagotable dialogo silencioso, tan vivo y tan exacto que no se entiende la imagen de uno sin la del otro.

El jurado internacional del pasado festival de Berlín, que demostró delirante incompetencia en otras decisiones suyas, acertó en cambio cuando concedió un solo premio conjunto para ambos intérpretes, pues éstos hacen mediante su hermoso idilio que una película anodina se convierta en un espectáculo memorable: el de dos rostros y dos presencias capaces por sí solas de mover y conmover a quienes desde abajo les acompañamos en la oscuridad.

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