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Antes de que acabe el álgebra ...

Probablemente de los galones de tinta -como entre la queja y el halago ha dicho el propio Fukuyama- que el artículo acerca del Fin de la historia (aunque es obvio, aclaremos que se trata de F. Fukuyama: 'The end of history?', The National Interest, verano de 1989, páginas 3-18. Una versión abreviada en castellano fue publicada por EL PAÍS del 24 de septiembre de 1989. La réplica del propio autor, Beyond the end of history, que aparecerá en el próximo número de The National Interest, ha sido anticipada en The Washington Post del pasado 10 de diciembre de 1989) ha generado, la gota más feliz la ha aportado el humorista P. J. O'Rourke cuando se ha referido a que "la idea del fin de la historia ha llenado de esperanza a los estudiantes de BUP. En efecto, si la historia se acaba, el fin del álgebra no debe andar lejos...". Pues bien, antes de que llegue tan dichosa culminación, me gustaría contribuir modestamente a aumentar el -ya de suyo considerable- grado de confusión acerca de si es cierto que se ha acabado la historia, cómo, por qué y ¡qué consecuencias tiene ello -aparte de las curriculares en BUP- para nuestra existencia cotidiana.Mi opinión es que el trabajo de Fukuyama ha armado la que ha armado porque en él se concitan privilegiadamente dos rasgos únicos para llamar la atención, algo tan difícil en el asendereado momento que vivimos. Uno es la condición formalmente provocativa de la propuesta, y el otro, su extensión, 15 páginas, susceptibles incluso de un razonable resumen periodístico en dos. Junto a estos dos felices prerrequisitos del éxito, el más importante mérito del trabajo es poner el acento sobre algo obvio: el fin de un conflicto ideológico digno de tal nombre, es decir, un conflicto entre paradigmas alternativos de valor de alcance general para la organización de la vida social. Éste sería el contenido central de la propuesta y me parece como tal bastante indiscutible. El resto, la descripción del aburrido mundo que queda por delante, sin trabajo para los filósofos -de forma harto consecuente, el propio Fukuyama se ha reconvertido en burócrata postinero en el Departamento de Estado norteamericano- y con tajo para técnicos, economistas y desfacedores de entuertos ecológicos, parece más una pirueta intelectual que una tesis fundada.

Lo que me interesa es ver cómo desde el reconocimiento de las precondiciones del supuesto Fin de la historia -en el mismo sentido hegeliano, que Fukuyama lo propone- se llega a una conclusión radicalmente distinta a la suya, que en la práctica abre un horizonte de plenitud de intensidad histórica sin precedentes; cómo tras la victoria de Hegel sobre Marx no se acaba la filosofía; cómo tras el triunfo del modelo liberal-democrático quedan tantas cosas por hacer que al tiempo que viene le cumple cualquier adjetivo salvo tal vez el de aburrido.

El que se hayan creado las condiciones para que el mundo entero constituya una comunidad moral en el sentido durkheimiano de la expresión, sólo abusando del sentido puede identificarse con el fin de la historia. No se trata tan sólo del problema, -admitido por Fukuyama y exagerado por sus críticos- de la condición frágil y quizá reversible del proceso de apertura, perestroika y descomunistización en el Este. Porque tal fragilidad e incluso su reversibilidad no afectarían a la -ésta sí irreversible- deslegitimación del discurso ideológico marxista-leninista como paradigma posible y, por tanto, a la susceptibilidad de- reproducción de un conflicto con la idea occidental en el centro de la confrontación universal de los modelos (en versión micro siempre puede quedar alguna confrontación residual en la periferia). Es decir, que las condiciones ambientales ideológico-morales imperantes en ese centro a lo largo de la mayor parte del siglo XX no pueden hoy siquiera imaginarse, con conflictos triangulares entre un paradigma fascista, uno liberal y democrático, y otro marxistaleninista, y tras la II Guerra Mundial sólo entre estos dos últimos. Y no podemos olvidar que tales conflictos no han sido parcos precisamente a la hora de dar cobertura moral a los episodios bélicos más devastadores de la historia de la humanidad, así como al armamentismo más desaforado de esta misma historia. Esto es ciertamente importante, pero es dudoso que lo que resta por suceder no lo sea más.

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Primero, la occidentalización político-social del mundo no occidental o, en otros términos, el ensanchamiento del centro y el estrechamiento de la periferia. Hasta que los habitantes de Albania o de Burkina Faso no disfruten de una razonable oportunidad de elegir y controlar a sus gobernantes como la que puedan tener los de España o Canadá, la vigencia del modelo demoliberal en el terreno ideológico puede significar poco bajo la realidad de un mosaico atomizado de minimodelos -entre los que los factores étnicos, fundamentalistas y nacionalistas proveerán las claves de legitimación- no aptos para la exportación, pero en la práctica igual de eficaces como barrera profiláctica frente al sistema liberal y democrático que el arrumbado paradigma marxista. Y es evidente que el cuadro real de distribución entre sistemas de organización aceptablemente conformes al modelo democrático-liberal y los que no lo son exhibe una desproporción más que abrumadora a favor de estos últimos. Sería puro simplismo pensar que la nueva situación va a implicar un florecimiento inmediato y ubicuo de democracias liberales. Llevará tiempo, sangre... e historia.

Pero tal vez sea más importante que lo anterior definir la traducción respecto al comportamiento en las relaciones internacionales de quienes ocupan las posiciones centrales en la modelización de la idea occidental por lo que se refiere a la definición de los términos de intercambio con la periferia, tanto en la política como en la economía. Si el paradigma demoliberal -tanto tiempo denostado desde la izquierda marxista por formal- se olvida de las formas, queda profundamente desnaturalizado. Y, desde este punto de vista, es evidente que utilizar la falta de alternativa a ese modelo como cobertura legitimadora de una intervención armada, incluso para imponerlo frente a un gobernante abyecto -como acaba de hacer Estados Unidos en Panamá-, de alguna forma violenta el centro de la legitimación moral del modelo, es decir, va contra la propia lógica de su imposición.

Fijémonos, por ejemplo, para no divagar, en ese episodio a la luz de la evolución general del espacio geopolítico centroamericano. Mientras resulta que -por primera vez en sus más de 40 años de historia- las Naciones Unidas están verificando que unas elecciones (las de Nicaragua) se celebran conforme al modelo liberal-democrático, Estados Unidos interviene en Panamá para deponer a Noriega. No cabe duda de que Noriega expresa uno de esos miniparadigmas que operan como barrera frente a la vigencia de un sistema liberal-democrático (en este caso, hipernacionalismo cum corrupción) y que para Panamá ha sido una bendición verse libre de él. La pregunta es, no obstante: ¿Puede Estados Unidos -como adalid simbólico del modelo- permitirse obrar tan frontalmente contra él por mucha just cause que haya detrás de la intervención? ¿Cuántas justas causas más aguanta el triunfo de la idea occidental sin que renazca la historia como movimiento de liberación frente a los liberadores? Mucho más simple, ¿soporta el triunfo del paradigma democrático-liberal la idea de que -en política- el fin justifica los medios?

No deja de ser paradójico que justo cuando se extiende casi universalmente el humus cultural por el que se identifica la democracia occidental con la democracia tout court -y en este sentido el proceso de Nicaragua es esclarecedor: hace unos años hubiera sido imposible que las Naciones Unidas, que por definición sostienen conceptos políticos de "mínimo denominador común", hubieran podido contrastar una elección política contra un patrón de democracia, sencillamente porque no había un patrón único admitido- se corra el riesgo de perder el territorio conquistado porque los demócratas apliquen sólo el modelo de puertas adentro de sus propios países.

Un último apunte. Faltaría definir cuál es el paradigma que ha triunfado, al que hemos venido llamando "liberal-democrático" u "occidental" de modo sinonímico. Probablemente sea menos fácil ponerse de acuerdo en eso y probablemente no haya una respuesta única. Fukuyama -que se funda más en los casos del sureste asiático y de China que de la URSS y Europa del Este- piensa inequívocamente que es el modelo norteamericano -more Reagan incluso- el que se impone: Estado mínimo, mercado libre, desregulación. Tal vez no falten elementos para desde un cierto parti-pris como el del autor llegar a fundar tal afirmación. Pero desde un punto de vista sobriamente objetivo parece más fundado creer que el modelo que ha hecho saltar la viabilidad conceptual del paradigma marxista-leninista es más bien la concreción de la filosofía liberal-democrática tal como se practica en Europa occidental, es decir, el Estado social de derecho que pone el énfasis debido en la provisión de bienes sociales para todos, aunque asigne al mercado el papel central de la erogación económica. En definitiva, es en ese espejo en el que se han mirado los movimientos de masas que hasta ahora han avanzado más en el proceso de ruptura en el Este, es decir, los de Polonia y Alemania Oriental.

En una época en que la intelectualidad europea apenas tenía otro santuario de referencia que el marxismo era habitual la justificación escriturística del compromiso político con aquella de las tesis sobre Feuerbach que señalaba que los filósofos hasta entonces se habían limitado a interpretar el mundo y que ahora tocaba transformarlo. Cuando parece que del filósofo de Tréveris no va a quedar nada en el siglo que viene, podemos retener aquella máxima como pertinente aviso de todo lo que queda por pasar antes de que acabe el álgebra.

José Ignacio Wert es sociólogo.

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