Las dos caras de Jano
La ira, esa mala consejera, alienta con desbordada furia los hasta ahora apacibles vientos de la democracia española. En el ojo del huracán, los hermanos Guerra, como siameses de feria, giran y giran vertiginosamente, de tal forma que la imagen que ofrecen al observador atento es la de un Jano cuyas dos caras se superponen subitáneamente. ¿Es Alfonso al que veo en este instante? No, es a Juan. Y ahora ¿no es Juan? No, es Alfonso. Pero si parecía... En fin, yo lo que veo es a Alfonso y a Juan al mismo tiempo.Contra este fenómeno, el Guerra de las dos caras, se dirige este artículo, y, como abogado de Juan Guerra, pretendo con estas líneas aplacar la ira -no tan santa como aparenta serdel vendaval que azota la vida política en España.
Hay determinadas circunstancias históricas en que resulta peligroso discrepar de la opinión mayoritaria. Decía Arthur Miller en Las brujas de Salem que el proceso desarrollado en esa ciudad contra unas pobres ancianas, acusadas de posesión demoniaca, sólo podía ser explicado por la proyección que toda una comunidad realizó de sus propios temores y angustias.
¿Qué miedos estamos proyectando en la figura de Juan Guerra? Es muy fácil atravesar el hilo invisible que convierte a un verdugo en víctima; lo dificil es que una sociedad inmadura sea consciente de esa transformación, si la hubiere, y del daño individual que puede ocasionar la crueldad generalizada.
Cualquier persona puede comprender que el ciudadano Juan José Guerra González no merecería tan destacada atención de los medios informativos si no estuviera unido al vicepresidente del Gobierno por un vínculo familiar, hasta el punto de que su presunta actividad delictiva se hubiera ya diluido entre otros procelosos escándalos de mucha mayor cuantía y que, sin embargo, alcanzan vida efimera en los medios de comunicación.
Lo que, a mi entender, resulta inadmisible es que la fuerte carga política de este asunto haya convertido a Juan Guerra en víctima anticipada de una contienda safluda entre el Gobierno y la oposición, ante la necesidad de pasar por encima del cadáver de Juan para derribar políticamente al vicepresidente del Gobierno, cuando en realidad se trata de un asunto privado en el que nada ha tenido que ver su hermano Alfonso.
En esta enconada lucha, ningún arma ha dejado de ser utilizada: la injuria soez, la burla chabacana, la descalificación cruel, todo recurso ha sido válido contra Juan Guerra, sin que haya importado que, hasta el momento presente, no exista oficialmente contra él una acusación concreta.
Presión psíquica
Algún medio de comunicación ha entregado, con cada ejemplar del periódico, una máscara recortable con la imagen del condenado. En otro, en el que espero ver publicadas estas líneas, se ha ofrecido un infame reportaje con las declaraciones de uno de los hijos de Juan Guerra (nadie dice que otro de sus hijos, de 13 años, está sufriendo un proceso de pérdida súbita del cabello a causa de la presión psíquica a que se ve sometido en la escuela). Una revista realiza fotografías de los hijos pequeños de Juan y las ofrece a la madre a cambio de que haga declaraciones...
Un magistrado al que admiré mucho dejó dicho que junto al castigo del crimen había que considerar el crimen del castigo. Pues bien, Juan Guerra no sólo ha sido ya condenado, sino que está sufriendo el castigo de unos poderosos medios, tan carentes de paciencia como sobrados de ira, aplicados en la tarea de alimentar con denuedo una hoguera que recaliente más y más a la opinión pública contra el hermano del vicepresidente del Gobierno.
Y, en todo caso, suponiendo que Juan Guerra fuera culpable de haberse enriquecido de forma rápida -lo que está aún por demostrar-, no sería el único en España. Ilustres potentados de este país multiplican por 10 en dos días su multimillonario capital, sin que nadie se atreva a expresar una sola duda sobre la legitimidad de la operación. Un miedo reverencial al poderoso se lo impide. ¿A qué viene, pues, tanta ira contra Juan? ¿No será que se quiere presionar por todos los medios sobre quienes tienen que investigar, con serenidad y sosiego, su conducta?
Pero, que nadie se engañe. Más valiera que quienes, hipócrita y farisaicamente, rasgan hoy sus vestiduras se tentaran la ropa que llevan puesta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.