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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tensión sobre los tipos de interés

CON LA publicación de la circular del flanco de España por la que se regula el nuevo coeficiente de caja de las entidades bancarias concluye un episodio no demasiado brillante de la historia financiera de nuestro país. El Gobierno, agobiado por la magnitud del déficit público, decidió al principio de su mandato que la mejor forma de financiarlo consistía en trasladar la carga impositiva desde los ciudadanos hasta los intermediarios financieros, pensando que de esta manera reducía el coste político de la financiación. Fue así como los bancos y las cajas de ahorro se vieron forzados a dedicar una parte sustancial de sus recursos a cubrir las nuevas imposiciones legales. Como es lógico, la remuneración de los coeficientes se encontraba, en promedio, muy por debajo de la del mercado. El Estado encontró una forma cómoda de financiarse mediante el traslado de la carga impositiva de unos ciudadanos a otros, ya que los intermediarios financieros se vieron obligados a encarecer el crédito en la parte libre de sus activos: el resultado final consistió en que el Estado obtuvo de las empresas, primero, y de los consumidores, después, los recursos que había decidido no recaudar directamente.La firma del Acta única impedía la prolongación indefinida de esta situación: en 1992, los bancos europeos podrán competir en todo el territorio de la Comunidad con las técnicas financieras del país de origen; es decir, con los coeficientes, si es que los tienen, de los países en que se encuentren sus sedes sociales. Se trata de un contexto nuevo en el que los bancos y las cajas de ahorro españoles no podrían subsistir, por lo que resultaba urgente dar los pasos necesarios para colocarlos en igualdad de condiciones a la hora de enfrentarse con la competencia extranjera dentro y fuera de nuestras fronteras. Ésta es la razón que explica las medidas relativas a los coeficientes. Lo que sucede es que la técnica utilizada no parece la más conveniente: a partir de ahora, los nuevos recursos que obtengan las entidades financieras residentes en España se verán prácticamente liberados de coeficientes (salvo el técnico de caja), pero, al mismo tiempo, un 12% del activo de los bancos y las cajas de ahorro, que representa algo menos de cuatro billones de pesetas, quedará congelado con una remuneración del 6%, instrumentada en certificados de depósito del Banco de España, negociables entre las entidades financieras. El coeficiente irá disminuyendo de aquí al año 2000, en que se piensa que habrá terminado el proceso de ajuste.

Aparentemente, las autoridades piensan que las entidades más dinámicas, las que obtienen mayores beneficios, estarán dispuestas a vender esos certificados de depósito a las menos activas para liberarse así del peso de los coeficientes. Al hacerlo deberán aceptar unas pérdidas equivalentes a la mitad del nominal de los títulos, puesto que los tipos de interés del mercado se sitúan en el doble de la remuneración acordada para los nuevos certificados de depósito. La moral de esta historia no deja bien parado al Estado, ya que los títulos que ahora se van a instrumentar no son otra cosa que la transformación de una deuda pública emitida a un coste abusivamente bajo; para acercar ese coste al del mercado se piensa forzar a las entidades financieras más solventes a aceptar fuertes pérdidas de capital, lo que recuerda bastante lo sucedido con la deuda del Tercer Mundo.

El otro aspecto de la decisión adoptada estriba en la elevada probabilidad de que a partir de ahora se produzca una intensificación de la guerra por el pasivo de las entidades financieras. Al no tener que someterse a coeficiente los nuevos recursos obtenidos, lo más probable es que las instituciones se lancen a su captación, lo que producirá un encarecimiento adicional de los mismos. La consecuencia de todo ello será una nueva presión al alza sobre los tipos de interés.

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