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Una cartelera imaginaria

El teatro de los noventa tiende a la miniaturización: las obras serán más cortas y necesitarán menos intérpretes. Los espectadores charlan en los entreactos, felices de asistir a un acto social. Los cálculos del teatro están hechos para que no haya espectadores. A las companías las suele financiar alguna autonomía y las sostienen otras. Se representará teatro clásico: Shakespeare y el Siglo de Oro español, que acudirá a ver un publico culto, mezcla de esnobs y colegiales. Con la imaginación podría vislumbrarse un teatro nuevo, sin representaciones. Tendencias estas absolutamente imaginarias que, afortunadamente, nunca llegarán a reflejarse en la cartelera del año 2000.

Imaginemos que el teatro nuevo continúa sus tendencias: desaparece, quizá en esta década que va a entrar. Sufre un cambio de morfología, que es el de la miniaturización: las obras van siendo más cortas; el número de intérpretes es menor; las salas, más pequeñas, y el número de representaciones, más corto. Crece, en cambio, el tiempo muerto: las representaciones comienzan cada vez con más retraso sobre la hora anunciada y los descansos son más largos, cuando los hay.Los espectadores se agolpan, felices, en las puertas, en la calle donde se han citado: charlan, se saludan, se dicen bulos y chismes. Y en los descansos se fuman dos, tres cigarrillos. Hacen poco caso a los timbres de llamada, van entrando a desgana, tapando las primeras palabras de los actores. Se ve que les gusta más la reunión social, el encuentro, que lo que tienen que ver. Tras el estreno, el nuevo teatro tiene generalmente pocos espectadores: otra miniaturización. Es algo que molesta, pero no daña. Los cálculos del teatro están hechos para que no haya espectadores. A las compañías las suele mantener alguna autonomía -la de donde proceden- y las sostienen otras -donde actúan-; las salas tienen algún apoyo, y el número de representaciones está prefijado, con público o sin él.

Por el camino de lo que apenas es imaginacion, sino prolongación de este proceso visible, podría suponerse un teatro nuevo sin representaciones, que son lo que más fastidia. No sería un caso nuevo: cuando las fábricas Krupp fueron destruidas y se prohibió a Alemania, fabricar armas, la dirección, la. burocracia, la Administración, continuaron trabajando incesantemente durante años. Hay estructuras invulnerables.

Hagamos un sirriulacro; empequeñecida, la obra llegaría a no existir; miniaturizada, no habría compañía (ya ha habido algún ensayo de Beckett de obra sin actores, y hasta sin texto). Un grupo titular podría recibir la misma ayuda de las autonomías y de los patrocinadores, y repartir sus beneficios entre todos, incluyendo autores que no escribiesen nada. Los espectadores llegarían a la misma hora y mantendrían una charla en la calle, ante las puertas de la sala protegida, que no abrirían nunca, aunque se repartieran programas. Se irían marchando poco a poco, sin necesidad de ver ni escuchar, para llegar a tiempo de ver la película en su casa. La televisión rodaría esas escenas de calle, los reporteros de los periódicos harían sus reportajes y los críticos, que también tienen que vivirrían las más excelentes críticas de su vida sin el fastidio de tener que presenciar nada. Dejarían ir su prosa honesta y vaga sin más necesidad que la del programa (algunos ya lo hacen así, olvidando lo que han visto). Con todos estos elementos, el fin principal de estas representaciones se habría cumplido: su inscripción en los balances del trabajo cultural de comunidades, ayuntamientos, ministerios y otros subvencionadores. Sus funcionarios recibirían plácemes y alguna medalla por su importante contribución a la cultura nacional.El teatro viejo tiene otras tendencias, que también tienden a formas de nada. Los empresarios, a pesar de las ayudas, y aunque hayan venido a llamarse promotores, se van agotando. Apenas hay ya alguno más que los directores de escena a los que no se llama nunca para nada, y tienen ellos mismos que hacer sus empresas para continuar trabajando, ya que el dinero propio apenas es necesario.Envejecimiento

Se agotan los autores que escriben para ellos, la producción de vodeviles en el Reino Unido y en Francia no es suficiente para abastecerles, y los actores graciosos envejecen y mueren. Los antiguos teatros, que eran su feudo, se cierran, ya desmoronados, o se convierten en cines (el paso anterior al cierre total). El dinero para renovarlos es excesivo, y las ayudas no son suficientes, salvo en lugares o pueblos extraños donde el ministerio y la autonomía correspondiente hacen espléndidas salas, a partir de un montón de ruinas, a las que siempre les será dificil llevar compañías. Ésta es otra de las posibilidades del desarrollo futuro: unos espléndidos locales a los que acudan, bien vestidas, las autoridades, las fuerzas vivas y los personajes de alcurnia y contemplen el bello telón recién tejido; se levantaría, se verían las luces y los efectos sonoros, y se irían sin más, aunque después de haber sido fotografiados convenientemente; también habrán cumplido, entre todos, una función cultural y podrán irse pronto a ver clandestinamente la televisión, que aún no está admitida como cultura.De todo hay precedentes en que apoyarse: el teatro sin texto, con los actores practicando las contorsiones y las impostaciones que les han enseñado en las clases de expresión cultural y de foniatría de las escuelas, o los textos clásicos con formas incomprensibles de desgranar los versos: se ven los trajes, se contemplan los decorados y se esperan las graclas peculiares de los directores.

Hay teatros ejemplares que no pueden desaparecer porque están bien nutridos: los centros dramáticos nacionales, la Compañía de Teatro Clásico. Tienen un público culto, pero también una parte de esnobistas que los llenan para cumplir con su dandismo espiritual; o de colegiales que nunca lo han pasado mejor en su vida riéndose de los lamentos de los actores y de los arcaísmos de los textos o especialmente erotizados, o arrojando -ha pasado- monedas al escenario, mientras sus educadores huyen desesperados por la impotencia. Al principio los actores reaccionaban con disgusto y a veces decían algo. Ahora están resignados.Camino de regresoEstos teatros ejemplares se caracterizan por un camino de regreso: como si estuvieran desnaciendo, corren hacia el útero original en el acervo clásico, aunque se suelen quedar en Shakespeare y el Siglo de Oro español. Molière les parece demasiado moderno, y Sheridan o Marlowe un poco atrevidos y poco conocidos.

Todo parece indicar que estos teatros de director y escenógrafo y figurinista son los que van a perdurar. Van a recorrer el camino de la zarzuela, la ópera y el ballet: espectáculos de temporada, que ofrezcan media docena de funciones al año en una ciladad como Madrid o como Barcelona, si es que llegan (es casi la media actual).Quedarán también los festivales, que tienen un público curioso, que no es de teatro puramente dicho, sino de abstracción cultural: suelen ir a ver a los japoneses (tres o cuatro al año), a los rusos (más o menos, incluyendo georgianos y ucranianos), a algún maestro italiano. A condición de que en esos países se siga produciendo en el año 2000. Y también vienen a base de la involución sobre su propio medio histórico: el noh, Pirandello o Gorki. Ni un paso más allá. Más atrás puede aparecer algún Goldoni.

Esta información imaginaria sobre la cartelera del año 2000 no tiene ninguna probabilidad de cumplirse porque, afortunadamente, aunque estemos en lo que otros aún más imaginativos llaman el final de la historia y el principio de la era del aburrimiento, existen aún los acontecimientos y los imprevistos, el azar, lo aleatorio. Este final de década lo está probando. Aunque haya bastante inquietud por el destino final del teatro y la cultura en los países del Este: la entrada en la libertad puede destrozarlos. Por lo menos, si todo se desarrolla en ellos como ha sucedido en España. Ya lo decía Orson Welles: "Suiza, en tantos siglos de paz, sólo ha inventado el reloj de cuco".

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