Llega a ser el que eres
El interés de una película no depende, en muchos casos, de la propaganda que la acompaña, ni tampoco de los comentarios de los críticos -aunque éstos puedan contribuir a facilitar su carrera comercial o a complicarla, por supuesto- sino del boca a boca, de los comentarios del espectador inocente, que ya sabe lo que va a encontrarse, antes de verla y que se apresura a ir al cine, para no perderse el acontecimiento. En la noche del estreno una sala rebosante aplaudió al final de la proyección. Este reconocimiento, tan parecido a lo que ocurre en un teatro, confirma que el cine sigue siendo un arte vivo, que adquiere su auténtica importancia y significación cuando lo que cuenta deja de ser algo pasivo para transformarse en una emoción arrebatadora. Weir no es un cineasta académico, de esos que sólo persiguen la pura acción o cuyo objetivo se agota en conseguir una mera corrección industrial, sino un director implicado con las historias que elige, deseoso de que el público participe en ellas y las haga suyas. En esta película, su vinculación con el relato se acrecienta aún más, si cabe, porque él mismo, como le sucede a sus jóvenes personajes, estuvo internado en un centro educativo semejante en la misma época en la que transcurren los hechos, a finales de los años 50.
El club de los poetas muertos (That poets society)
Producción: Touchstone Pictures- Silver Screen. Guión: Tom Schulman. Imágenes: John Seale. Dirección: Peter Weir. Intérpretes: Robin Williams, Norman Lloyd, Robert Fean Leonard. Estreno: cine California, versión original.
Despertar la protesta
El club de los poetas muertos se parece mucho a los cientos de películas juveniles que tanto abundan en el cine americano, pero se diferencia de todas ellas en que está espléndidamente realizada y, sobre todo, en que no sólo pretende entretener al espectador, sino hacerle pensar y remover su memoria, en el caso de los veteranos, o despertar la protesta de los adolescentes y de los espectadores que rondan esa misma edad. Contra los excesos de la sociedad patriarcal, represora y controladora, se agiganta la figura de John Keating, profesor de literatura, que recuerda a sus alumnos, constantemente, la máxima clásica, carpe diem, es decir, la necesidad imperiosa de aprovechar el momento presente y de vivir la vida de una manera plena, sin plegarse ante los compromisos y las exigencias exteriores, alejando de sí la hipocresía y evitando la servidumbre ante los falsos valores. Este maestro ideal, que debe mucho al arte y a la capacidad interpretativa de Robin Williams, le sirve al director para ahondar en unas ideas simples y elementales, pero muy eficaces y fácilmente inteligibles por todos, desde los más exquisitos a los más ingenuos, y en las que está el meollo de su película.El director trabaja a favor de la corriente, porque nuestros tiempos están a favor de la libertad y la autenticidad, y en contra de cualquier forma de opresión, hasta de la más leve. Su punto de vista es lógico y coherente, y lo apoya insistentemente caricaturizando a los personajes que representan la autoridad, el poder y el control inhumano sobre los sentimientos. Los que están a favor de la vida, de la sinceridad y de seguir libremente el propio camino son vistos, en cambio, con enorme simpatía.
La obra cinematográfica se mueve siempre en un terreno difícil, expuesto a las acechanzas más temibles, pero Weir sale indemne de estas trampas, gracias a un dominio absoluto de la expresión. Su estilo renuncia al lucimiento excesivo para concentrarse en la acción contraponiendo hábilmente los destinos colectivos y las vidas individuales, con un constante homenaje a la pasión y la lealtad, desde un principio estremecedor hasta el brillantísimo final.
El club de los poetas muertos es una de esas obras sólidas y convincentes que el cine acierta a crear de cuando en cuando, en la que queda muy clara la enorme madurez de su director y su capacidad sobresaliente para trabajar con soltura dentro de la industria, sin renunciar a un relato difícil, que a otro profesional menos dotado se le podía haber ido completamente de las manos. Weir mantiene siempre la atención y sugiere un sentimiento emotivo y tierno, sin excesos, en el que la sinceridad de la juventud perdida se alía a una esperanza abierta en el futuro.
La reacción favorable de público de todo el mundo demuestra bien a las claras que no se ha equivocado y no me extrañaría que los premios de la Academia de Hollywood, dentro de unas pocas semanas, reconozca este acierto indiscutible.
Babelia
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