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Rayado como una cebra

El escándalo corría / rayado como una cebra (García Lorca)De un artículo de Antonio García Trevijano, titulado De la inmoralidad política a la corrupción económica (1) y publicado en El Independiente del 10 de febrero de 1990, entresaco el pasaje siguiente:

"La sensibilidad moral de la sociedad española, demasiado tiempo anestesiada por varias circunstancias nacionales e internacionales, está cambiando en la medida que [sic, en lugar de "en que"] dichas circunstancias comienzan a desaparecer o a modificarse. El escándalo público ante las mentiras del poder es síntoma indefectible de libertad y sanidad moral".

En cuanto a la primera frase, me pregunto si el autor piensa que lo que llama "sensibilidad moral" coincide con la sensibilidad política o, por lo menos, con un aspecto de ésta, porque mi opinión es que la primera puede ser tan ajena a la segunda hasta el punto de funcionar como un sustitutivo, como un Ersatz, de ésta, conforme me propongo formular más adelante; por otra parte, y puesto que el artículo toma por referencia cierto reciente escándalo que huelga mencionar, sospecho que ha convalidado sin más como criterio de medida del aumento de sensibilidad moral que atribuye a la sociedad la dimensión que a tal asunto han dado los periódicos; cierto que, en una economía de mercado, la industria periodística -como cualquier otra industria- suele afinar bastante en acertar con la demanda cuya satisfacción va a resultar más rentable para ella, mas no por eso deja de ser una anticipación atribuir a la demanda los datos registrados en la oferta, por no hablar de los procesos de realimentación positiva que pueden desencadenar los justamente llamados creadores de opinión, y de modo especial con lo que precisamente por tal capacidad designamos como escándalos. En cuanto a la segunda frase, el autor tendría que haber tenido más cuidado con el uso de esa misma voz, escándalo, al que celebra como "síntoma indefectible de libertad y sanidad moral"; -por lo demás -y dicho sea de paso-, al "escándalo público ante las mentiras del poder" (donde más bien debería haber escrito "de los poderosos") yo contrapongo y prefiero la clarividencia frente a la mentira congénita del poder como presunto gestor de los intereses colectivos, lo que no admitiría el nombre de escándalo ni caería bajo el rótulo -un tanto repugnante, a decir verdad, al menos para un oído tan poco casto como el mío- de sanidad moral, aunque sí de libertad, si es que esta palabra vale tan siquiera dos perras gordas todavía, y, desde luego, de vitalidad política.

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Pero aun tomando en el mejor sentido posible la, a estas alturas, maloliente expresión de sanidad (o salud) moral, el escándalo, o mejor, la propensión a escandalizarse, es el peor de los síntomas indicativos del sentido moral y la virtud. La propensión a escandalizarse es justamente la roña y la miseria característica del virtuoso, la enfermedad específica y endémica a que se halla siempre expuesto el virtuoso, o más precisamente quien tiene el sentimiento de la propia virtud. La denuncia de esta miseria es tan antigua como la parábola del fariseo y el publicano. El fariseo es el que encarece y eleva a modo de torre su virtud por comparación y por contraste especular con la hondura del pozo del pecado ajeno. El farisaísmo consiste en constituir a la conciencia virtuosa en legítima acreedora de la deuda que el pecador contrae por su pecado; el fariseo concibe, pues, su virtud como un capital cuya renta sería el pecado ajeno. El momento psicológico del escándalo, en que el fariseo se rasga las vestiduras, es el momento de la reclamación y el cobro de la renta que la culpa acredita a la virtud. El escándalo es el medio específico de la autoafirmación moral; tal autocomplacencia explica la avidez de drogadicto con que el virtuoso corre constantemente en busca de motivos para escandalizarse. Conspicua manifestación del placer de escandalizarse es la histriónica actitud -¡tan española!- de quien, en la tertulia del café, se crece y se jalea, gesticulante y tonitruante, bramando enardecido en santa ira, apurando, en fin, hasta la última gota la ocasión de cargarse de razón. Cargarse de razón muestra una vez más el genio de la lengua castellana, al expresar de modo insuperable la operación de capitalizar en el haber de la conciencia propia la sinrazón ajena.

En un plano más general, lanecesidad psicológica de escandalizarse es una compensación, a modo de sustitutivo, de la extrema reducción de la esfera de competencia ética y política de quienes no tienen más campo de actuación y de influencia que el que se encierra dentro de los límites de su privacidad. Así la sensibilidad moral que se manifiesta en forma de receptividad para el escándalo, en vez de ser, como pretende García Trevijano, síntoma de libertad, es, por su índole de Ersatz compensatorio, indicio y lenitivo de su falta. El escándalo, lejos de ser estímulo liberador que incite a los particulares a irrumpir hacia los negocios públicos, funciona Justamente como un opio que les permite conformarse, sin saberlo, con su privacidad. Su ensueno se parece a la ilusión mágica de quienes creen que clavando alfileres en la efigíe en cera de personas que se hurtan totalmente a sus alcances están ejerciendo algún poder real sobre ellas. El escándalo engaña la impotencia pública de quienes se hallan condenados a la privacidad. Y ésta es probablemente la razón de que el contenido característico del escándalo no sean las actuaciones públicas del poder constituido, sino las conductas privadas de quienes tienen parte en su ejercicio. Con lo que tampoco quiero decir que falte cierto grado de sensibilidad para aquellas actuaciones, pero ni se manifiesta como escándalo ni alcanza, ni de lejos, el mismo grado de atracción que éste, lo que ni el más ingenuo de los periodistas se atrevería a negar.

En la medida en que sirvan a la necesidad psicológica del escándalo -y el amarillo viscoso de las revistas se está corriendo últimamente de manera alarmante hacia los diarios-, los periódicos están cubriendo una demanda cuya naturaleza no puede, ciertamente, permitirles creerse dedicados a una ocupa- -ción socialmente más responsable o más beneficiosa que la de

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los fabricantes y los explotadores de las máquinas tragaperras. Si las máquinas tragaperras, así como los bingos, son una droga que adormece el sentimiento de nulidad económica, el escándalo es una droga que anestesia el sentimiento de nulidad política.

El mal está en que, a la vista de la mucho mayor receptividad del público para los chismes y trapisondas más o menos particulares de los dirigentes -por no hablar de los gratuitos, aunque no baratos, personajones y personajonas de la jet-, que García Trevijano no vacila en llamar "sensibilidad moral", frente a la escasa sensibilidad de ese mismo público ante las más delirantes, catastróficas y destructivas -cuando no escabrosas- actitudes y actuaciones administrativas del Gobierno, los periódicos tienden cada vez más a centrar la información política en las personas, y la crítica, en sus mayores o menores aventuras e irregularidades de conducta pública o privada, incluyendo el registro minucioso del más inane y banal trasiego cotidiano de posicionamientos respecto de este o aquel partido o sus facciones. De esta manera, la información y la crítica política, por el, afán de responder a la demanda más golosa de los consumidores de periódicos, se ven desviadas del que debería ser su objeto principal: no las personas, sino los asuntos; no los gestores, sino los contenidos objetivos de la gestión misma. Éstos son relegados, ya sea en cuanto al volumen proporcional de letra impresa, ya en cuanto a la suficiencia de los datos, a un plano secundario y a veces marginal o incluso inexistente.

Pero en relación con el escándalo reciente -que García Trevijano se goza en celebrar como "síntoma indefectible de libertad y sanidad moral"-, aparte del motivo de la muy superior rentabilidad económica de las personas frente a la de los asuntos, pocos periódicos osarían negar, como motivación sobreañadida, que -tal como apuntó el diputado señor Roca- se trataba de ir a por el vicepresidente del Gobierno, de intentar cargárselo sin más ni más, por el camino que más expeditivo y eficaz les pareciese, aun a costa de ser también el más superficial y deletéreo tanto para el periodismo como para la política. Y sería enteramente farisaico, por su parte, tratar de justificar la elección de tal camino, recurriendo al ¡máseres-tú! de redimirlo con el rabioso amarillismo oral de la segunda intervención del vicepresidente en la sesión de marras (y de modo especial -me importa recordarlo- con una alusión de tal vileza y tal bellaquería como la que dedicó a una hermana del actual presidente de Galicia), en que emuló a los mismísimos limones, que tal vez hayan decidido hacerse azules por el bochorno de ver vilipendiada y deshonrada hasta tal punto la incomparable belleza y dignidad de su color.

Pero ¿por qué -podrían ustedes preguntarme- me empeñoo en reputar el amarillo camino (del escándalo como el más superficial y deletéreo tanto para el periodismo como para la política? ¿Considero superficial y baladí el interés por la honestidad pública y privada de los dirigentes? No quiero decir tal cosa, sino que estimo, incluso, que, llegadas al punto a que han llegado las sospechas, la cerrazón de la mayoría socialista ante la formación de una comisión parlamentaria resulta inadmisible (aunque mucho más grave fue el que no se formase y apenas se pidiese en un caso como el de los fondos reserva dos de Interior, que lo exigía in finitamente más). Lo pernicioso del camino del escándalo está en la desproporcionada magnitud comparativa de su poder de atracción del interés del público y en la motivación puramente moralista que, en detrimento del interés político, da lugar a una tal desproporción. En tal sentido, la insaciable demanda de que goza el mercado del escándalo no es sino síntoma de despolitización, de privacidad y de conformismo. La creciente respuesta a tal demanda por parte de la Prensa contagia a los políticos y a los partidos, que descubren la alta y fácil rentabilidad política del personalismo en connivencia y por analogía con la no menos alta rentabilidad económica que éste supone para el periodismo. La tragedia, por no decir tragicomedia, de la libertad de prensa y expresión viene del hecho de que la empresa periodística privada se vea mediatizada por la necesidad de someterse a la ley del mercado y acomodar, en mayor o menor grado, su oferta a la demanda dominante en una sociedad cada vez más privatizada y más desentendida de los negocios públicos, rasgos sociales que se derivan a su vez, como en un círculo vicioso, de esa misma economía de mercado que condiciona la oferta de la Prensa, convirtiendo en escarnio la tan cacareada libertad de expresión. Los periódicos se ven, de esta manera, condenados a seguir el triste lema del precocísimo inventor de la industria cultural, Lope de Vega: "... porque si bien las paga el vulgo es justo / hablarle en necio para darle gusto". ¿Propongo, pues, una Prensa subvencionada y dirigida o un económicamente inviable aristocratismo periodístico? La más cómoda e innoble forma de deshacerse de una crítica es descalificarla mediante la objeción de que no ofrece soluciones de recambio. Rechazo esa objeción, y me limito a poner de manifiesto el miserable callejón sin salida en que se hallan la libertad de expresión y el periodismo en una economía de mercado, y lo ilusorias que, en semejante panorama, pueden llegar a ser las ínfulas del periodista que no vacile en la convicción de la nobleza de su función social de informador y de creador de opinión pública. Pero, entiéndanme bien, recomendar la duda no es lo mismo que aconsejar la capitulación.

En todo lo que antecede he hablado una y otra vez del interés por los asuntos, en contraposición al interés por las personas. Como mi pretensión está bien lejos de hacerme el sibilino, voy a poner ahora unos cuantos ejemplos -espigados al azar de la prensa de los últimos días- de lo que entiendo por asuntos, que están pidiendo a voces la intervención del interés político. El primero de ellos ha de ser, por orden lógico, el que parece más general y comprensivo, y que, a modo de caja vacía, se irá llenando y concretando, no con todos, pero sí con gran parte de los demás asuntos. Como en el libro de los ejercicios del7santo maestro Ignacio de Loyola, Principio y fundamento.

El Gobierno socialista ha concebido en gran parte al Estado como una magna agencia publicitaria puesta al servicio del Gobierno mismo, y en algún caso -lo que tampoco es mucha mejoría-, de la nación.

Primer asunto: el tren de alta velocidad; proyecto absolutamente destructivo para una geografía como la de España, que acabará matando casi toda la red ferroviaria, en el que se ha desoído la opinión de los expertos, se ha omitido el deber de someterlo a información pública, se han burlado, mediante la astucia de anticiparse a su entrada en vigor, las prescripciones de la Comunidad Europea en cuanto a la obligación de que el proyecto se supedite al visto bueno de la población de las comarcas físicamente afectadas, y finalmente, par dessus le marché, se ha tirado sin más ni más de pico y pala en la línea Madrid-Sevilla, con un presupuesto tan atropelladamente improvisado que comportaba un error por defecto de tamafla magnitud como el que media entre los 120.000 millones de pesetas y los 260.000 millones en que ha sido cifrado por una ulterior y más escrupulosa evaluación. Es de justicia decir que de este asunto la Prensa no ha dejado de ocuparse con una cierta amplitud; las apologías, aunque gloriosamente triunfales, han sido bastante menos numerosas que las críticas; pese a lo cual, las segundas son las que han hecho el papel de voz en el desierto.

Segundo asunto: grandiosa destrucción de la isla de La Cartuja, de Sevilla, con sus 200 hectáreas recalificadas como solar publicitario consagrado a la exaltación del pentacentenario cumpleaños de la Sangrienta Epopeya Nacional, con las más prometedoras posibilidades de convertirse ulteriormente en terreno de exquisitas especulaciones urbanísticas. Presupuesto estimado: un millón de millones, con un 3,5% a descontar para beneficencia destinada a los países de la parte ultramarina del otrora Imperio Español o Carolino.

Tercer asunto: serie publicitaria titulada España universal, con 17 entregas, cada una de ellas dedicada a una comunidad autónoma distinta, y destinada a la proyección televisiva tanto en programas españoles como del exterior si es que es posible. Presupuesto: 1.200 millones de pesetas.

Cuarto asunto: monumental esfera armilar publicitaria de 92 metros de altura, a construir en el paraje de Valdebernardo, junto a una urbanización de 5.400 Pisos de protección oficial y otros 600 de precio libre. Sobre este proyecto, los señores don Eduardo Chillida, don Martín Chirino, don Julio E. Hernández, don Antonio López y don Lucio Mufloz han escrito, entre otras cosas, lo siguiente: "Es un acierto el hecho de elegir para esta ocasión, el año 1992, un monumento didáctico con estas características de atemporalidad, de maravillosa inutilidad, y que resume el esfuerzo y la aventura del hombre en toda su historia ( ... ) En una sociedad empujada hacia el practicismo tan agobiante y chato, es un acierto que se realice esta obra tan atrayente e imaginativa" (EL PAÍS, 11 de febrero de 1990). Sobre este monumento, proyectado por el escultor don Rafael Trenor y el ingeniero don Antonio Fernández Ordóñez, don Luis Yáñez, presidente de la sociedad estatal Quinto Centenario, ha declarado que la obra ha sido asignada a dedo, o sea, sin concurso, a causa de las prisas. El presupuesto es de 6.000 millones de pesetas, aunque un experto me asegura que ni por sueño va a costar "tan poco". El único diario de Madrid que ha hecho un comentario crítico a la grandiosidad, el horterismo y el despilfarro del proyecto ha sido El Mundo.

Quinto y último asunto (no comprendido en el Principio y fundamento): los créditos del llamado Fondo de Ayuda al Desarrollo han sido concedidos primordialmente para levantar la industria armamentística espaflola, coordinando el crédito otorgado al país beneficiario con la asignación por parte de éste para la compra de productos armamentísticos españoles. De los diarios de Madrid, sólo El Independiente ha criticado, en el editorial del 1 de febrero de 1990, semejante enormidad.

Termino: como puede apreciarse, entre los asuntos hay cosas mucho más dignas de dar lugar a la formación de una comisión parlamentaria, de desencadenar verdaderas tempestades de condena e indignación; pero si la Prensa, los políticos y el público prefieren preocuparse del empleo de un despacho oficial para poner lo que, al lado del gigantesco despilfarro publicitario con una estética monumentalista de signo fascistoide, no es más que un puesto de pipas, allá ellos.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor.

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