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Afortunada desesperanza.

La prolongada convivencia de los españoles con la esperanza, es decir, con el futuro, parece dificultarles ahora la tarea de valorar objetivamente la realidad, es decir, el presente. Si la esperanza fue durante demasiado tiempo una necesidad, el presente suele aparecer hoy día como una desilusión, lo cual, además de lamentable, resulta irremediablemente lógico. Porque, al margen de las razones que existan para que determinados sectores sociales alienten desilusiones o desencantos, el simple hecho de que los objetivos señalados al futuro se hayan logrado y que la esperanza se haya cumplido despoja, obviamente, de razón de ser a esa esperanza, y ya se sabe que la ausencia de esperanza crea un bajorrelieve en el ánimo subjetivo que suele poblarse de desesperanza.Aunque a la luz de las diversas elecciones celebradas en los últimos años la opinión pública parece reflejar una estabilizada satisfacción ciudadana, en la relación diaria entre españoles se liberan verbalmente frustraciones insospechadas, resentimientos inauditos, juicios de valor político amargos y frecuentemente injustos. Abundan sobre ello ejemplos sociales de diverso calado. El gremio de taxistas, en el que habrá excepciones, no acierta a contener una crispación insolente, así como el de camareros, frecuentemente dispuestos a compartir las opiniones más negativas de sus clientes. Pero donde más espectacularmente se observa algún despego entre ciertos sectores sociales y el presente, un presente caracterizado por ser la plasmación de antiguas esperanzas, es en los llamados nacionalismos históricos, inmersos ya en la Europa comunitaria, al borde mismo del siglo XXI, pero paradójicamente nostálgicos del siglo XIX, lo que inspira al PNV, por ejemplo, la acción de soplar en esta década del Acta Unica sobre los rescoldos decimonónicos de Sabino Arana. Ese viaje retrospectivo hacia las fuentes, emprendido también por el nacionalismo conservador de Cataluña, reflejaría, más que respeto a la tradición, cierto culto a la liturgia de las contradicciones internas, ya que va acompañado de matizaciones verbales y escritas que no aciertan a disimular cierta simulación o incoherencia.

Existe, sin embargo, el moderado consuelo de que la falta de entusiasmo que despierta el presente no va acompañado de un renovado entusiasmo por el inmediato pasado, lo cual no significa que el llamado franquismo sociológico haya renunciado totalmente a la nostalgia; significa simplemente que en el actual estado de desesperanza, producido por el hecho de que la esperanza ha dejado de ser indispensable, ese amplio sector social siente un alivio. Y ello se refleja algunas veces en la vida política.

Posiblemente sea ésta la primera vez en la historia de España en la que todo el espectro ideológico del país, o la inmensa mayoría de ese espectro, se ve encuadrada o representada por los partidos políticos. Hasta la franja más claramente marginal de la ciudadanía entregó en una ocasión gran parte de sus votos a la coalición abertzale Herri Batasuna, aunque no volviera a hacerlo en las oportunidades siguientes. Pero el hecho más llamativo de la transición ha sido posiblemente el de la absorción por los dos partidos mayoritarios, AP/PP y PSOE, del radicalismo que languidecía en sus respectivos entornos. AP/PP ha encuadrado, así, en sus filas al franquismo, salvo a algunas personalidades irreductibles, mientras el PSOE atraía a gentes de las organizaciones de ideología revolucionaria surgidas en las postrimerías del franquismo. Y debe reconocerse que le ha costado menos trabajo al PSOE la conversión de los antiguos revolucionarios al pragmatismo / posibilismo inflexible que a AP/PP la de los franquistas más aguerridos a la democracia. Pero unos y otros aceptan y practican el juego político, y ese hecho, que no debería calificarse de esperanzador, resulta desde luego muy tranquilizante.

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De lo anterior se desprendería una responsabilidad colectiva de toda la clase política en el esquema de los principios morales vigentes. Los principios antiguos, en los que venía asentándose la sociedad española desde nuestra guerra incivil de los tres años hasta el inicio de la democracia, se han entremezclado con los sostenidos por la clase política nueva, ya que ninguna transición y sólo las escasas revoluciones fecundas son capaces de sustituir una moralidad por otra. Y eso produce ahora una moral ciudadana en cierto modo híbrida y, desde luego, muy poco edificante.

Resulta, en efecto, poco edificante que una sociedad se sienta obligada a crear una legislación determinada para penalizar delitos mercantiles que sólo pueden cometerse desde el poder político, en el que la ciudadanía no acierta a descubrir ningún testimonio moral de gran alzada. Y es que el culto al dinero, al enriquecimiento instantáneo y a la especulación como llave para forzar las puertas del poder financiero está creando hábitos de comportamiento mercantil que han adquirido mayor predicamento durante la Administración socialista, aunque de ello posiblemente tenga más culpa la nueva plutocracia que los sucesivos gobiernos.

Pero, al margen de culpas, del derrotero moral del país son en gran medida responsables las minorías ciudadanas que no representan en la sociedad ningún papel de corrección o liderazgo. Escaseen o enmudezcan los intelectuales, el hecho es que se echan de menos actualmente personalidades que iluminen sombras o señalen el norte del futuro. Aunque en la historia de España se han menospreciado habitualmente los liderazgos morales, no debe olvidarse que unos escritos de Bartolomé de las Casas o de Vasco de Quiroga cambiaron el rumbo político de la colonización americana, y más recientemente que al hurgar Rubén Darío en la entonces deprimida vena lírica española, abrió caminos que hicieron posible más tarde el increíble fenómeno poético de la generación del 27.

Estos silencios actuales, en medio de un griterío político a veces nada ejemplar, ensombrece un presente en el que paradójicamente se dan, más o menos satisfactoriamente cumplidas, las viejas esperanzas por las que sobrevivieron o lucharon muchos españoles. En la cuneta del ya finalizado viaje al futuro se han perdido muchas ilusiones y encantamientos, pero queda el consuelo de contemplar el presente con un esfuerzo de objetividad y convertir en deleite la afortunada desesperanza.

Federico Abascal Gasset es periodista.

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