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La huelga de hambre en el ámbito penitenciario

José Luis Díez Ripollés

La decisión de determinados jueces de no forzar la voluntad de los presos de los GRAPO en huelga de hambre antes de haber perdido la consciencia es compartida por una buena parte de la doctrina jurídico-penal española, según el autor.

Recientes declaraciones del ministro de Justicia y de otros altos cargos gubernamentales parecen denunciar la adopción de una actitud irresponsable (se ha llegado a insinuar que promotora o colaboradora del suicidio) por parte de determinados jueces de vigilancia penitenciaria que se niegan a autorizar la alimentación forzada de ciertos reclusos en huelga de hambre antes de que hayan perdido la consciencia. Creo conveniente romper una lanza a favor de tal actitud judicial, que me atrevería a afirmar que es compartida desde hace unos años por una buena parte de la doctrina jurídico-penal española.La huelga de hambre que nos ocupa merece sin duda el calificativo de reivindicativa, lo que supone, a diferencia de las que obedecen a razones patológicas o a fines suicidas, que quien la ejercita pretende obtener determinados objetivos políticos y personales -en este caso, de régimen penitenciario- aprovechando la presión psicológica que una actitud pacífica tan inusitada ejerce sobre los encargados de su custodia, y la resonancia social y receptividad sobre la justicia de su petición que un comportamiento de autolesión tan extremo tiene sobre la sociedad en general.

En ese contexto entran en acción muy diversos intereses jurídicos: por un lado, determinados derechos fundamentales del recluso, que deben ser analizados a la luz de los preceptos constitucionales que exigen su mantenimiento intacto en la prisión mientras no resulten afectados directamente por la pena o su ejecución,- o que obligan al respeto en todo momento de la dignidad de la persona, lo que se recuerda expresamente en la legislación penitenciaria. Entre esos derechos se encuentra el de no ser sometido a tratos inhumanos o degradantes, que constituye un límite a la protección indiscriminada de la vida, el de libertad de expresión y el de libertad ideológica. Por otro lado, ciertos deberes de la Administración penitenciaria, como el de velar por la vida o la salud del recluso, pero igualmente el de respetar los derechos fundamentales de éste.

Mientras el huelguista se encuentre consciente, la decisión de la Administración penitenciaria de alimentarle a la fuerza llevará en principio a que ésta realice el tipo delictivo de las coacciones e incluso el de tortura del artículo 204 bis, párrafo 3, por no citar el artículo 165 bis, protector de la libertad de expresión. Sin duda, la Administración podrá plantearse si, pese a todo, su conducta puede quedar amparada en una causa de justificación que transformaría en lícito su comportamiento. La respuesta es negativa.

Estamos ante lo que técnicamente se denomina una colisión de deberes en virtud de la cual el deber de salvaguardar la vida y la salud del recluso se ve contrarrestado por el deber superior de respetar sus derechos fundamentales, entre los que se encuentra el de que su vida o salud no se preserven en contra de su voluntad a costa de aplicarle tratos degradantes como lo es una alimentación forzada, así como sus libertades de expresión e ideológica, puestas en acción a través de un comportamiento desacostumbrado, pero de gran eficacia con vistas a incidir sobre las opiniones sociales. La primacía de este segundo deber se refuerza si se atiende a la infracción, a través de la alimentación forzada, de la obligación originaria de la Administración de no realizar los tipos delictivos mencionados y que aspiraba a justificar.

La pretensión de justificar el comportamiento de la Administración a través del ejercicio legítimo del derecho, otorgado por la legislación penitenciaria, de utilizar medios coercitivos con los reclusos tampoco procede en cuanto se prevé para situaciones diversas a la que nos ocupa, además de no tratarse de una infracción disciplinaria, y de la manifiesta inadecuación a estos supuestos de los medios coercitivos previstos. (Tampoco la ley general de Sanidad ampararía un derecho semejante, ya que sólo permite tratamiento médico sin el consentimiento del paciente cuando, por razones de urgencia, éste no ha podido prestarlo, lo que no es el caso.)

Cambio de opinión

La situación varía sustancialmente desde el momento en que el recluso, por efecto de lo avanzado de la huelga de hambre, pierde la consciencia: aunque cabe suponer que su voluntad de mantener la huelga persiste, e incluso ha podido dejar instrucciones para su no obstaculización cuando llegue ese momento, no es seguro que su decisión anterior haya captado debidamente, dada la experiencia intensamente personal de la huelga, las condiciones en que se iba a encontrar en una situación de inconsciencia, y, lo que es más importante, ha quedado privado ya de la posibilidad de cambiar de opinión.

Nos encontramos, por consiguiente, todo lo más, ante una voluntad presunta que ya no posee la suficiente entidad como para mantener en primer plano, en la colisión de deberes antes aludida, el ejercicio presunto de los derechos del recluso frente al deber asistencial de la Administración. De ahí que, llegada tal situación, debe procederse a la alimentación.

Por otra parte, la alimentación en tales condiciones permite un auténtico respeto de la huelga de hambre reivindicativa como ejercicio de los derechos fundamentales del recluso: su capacidad de presión sólo se mantiene si, por un lado, la Administración no puede tolerar la muerte del huelguista y, por otro, se le impide en la fase de consciencia alimentaria y se le obliga en la fase de inconsciencia a sanarle, incluso respondiendo la Administración de las consecuencias que puedan derivarse en ese momento, de modo directo, de una actividad imprudente por parte de ella.

Asimismo, la exigencia de actuar tras la pérdida de consciencia evita que se abran paso razones de Estado encaminadas, como sucedió con la actitud del Gobierno de Thatcher con unos huelguistas del IRA hace unos años, a desembarazarse por esa vía de reclusos considerados como indeseables.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal y decano de la facultad de Derecho de Málaga.

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