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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Gorbachov y el peso de la nostalgia

Los GOBIERNOS occidentales comienzan a estar seriamente preocupados ante la hipótesis amenazadora de que Gorbachov pueda ser derribado. En un gesto sin precedente, el presidente Bush expresó públicamente su deseo de que Gorbachov supere las dificultades y siga al frente de la URSS. Numerosos gobernantes europeos han manifestado actitudes semejantes. Ello se explica porque la personalidad de Gorbachov está unida a una serie de cambios internacionales valorados de modo positivo prácticamente por todo el mundo, por encima de simpatías políticas e ideológicas. Muchos de esos cambios son sin duda irreversibles. Pero ¿qué pasaría en la URSS si Gorbachov cae? Nadie lo sabe. Está sometido a muchas críticas, pero no se ve una alternativa seria ni a su persona ni a su política. Su caída podría ser fruto de la conjunción de corrientes dispares, con claro predominio de las añorantes de los inmediatos tiempos pasados.El peligro es real, y su punto más delicado, Azerbaiyán. Al enviar tropas a Bakú, Gorbachov ha violado un principio que él mismo había definido como eje de su política: resolver los problemas sin utilizar la violencia. Importante es saber si tenía otra opción ante las matanzas de armenios en las calles, ante el inicio de una guerra civil, pero el problema es analizar cómo se llegó a una situación en la que enviar el Ejército era imprescindible. La perestroika sufre desde el principio de una debilidad básica: ha carecido de una política nueva ante el estallido de las demandas nacionalistas. Gorbachov nunca imaginé que la libertad diese lugar a esas explosiones en las repúblicas periféricas. Por eso ha ido a remolque. Y no ha tenido la decisión de romper en el comité central las ataduras que los conservadores ponían a una actitud innovadora. Ahora parece resuelto a hacerlo: durante su visita a Lituania propugnó la creación de una nueva federación en la que cada república sea independiente. Admitiendo incluso la hipótesis de posibles secesiones, hechas de modo legal.

La URSS se halla en un momento en que se pone en cuestión una larga trayectoria de la historia rusa. Gorbachov está obligado a encauzar un proceso de liquidación del imperio ruso. Es un proceso pendiente desde 1917, que todos saben largo y complejo. Hoy lo inmediato es evitar desgarramientos que lleven al caos. Las propuestas de Gorbachov de tender un puente con los nacionalismos han llegado tarde en Azerbaiyán. En los últimos años, el movimiento nacionalista azerí, que empezó apoyando la perestroika y pidiendo su aceleración, se ha radicalizado hasta promover la lucha armada. Gorbachov necesita romper una dinámica que llevaría a una guerra del Caúcaso, como la del zarismo durante buena parte del siglo XIX, y para ello no puede contar, a pesar de los afeites realizados, con un partido comunista casi inexistente. En el Cáucaso y en las repúblicas musulmanas de Asia central, la libertad se ha traducido -más que en otros sitios- en el hundimiento de unos partidos comunistas minados por la corrupción. Se ha creado un vacío político. No había tradiciones políticas democráticas de etapas anteriores. El sistema dictatorial, al paralizar la libre expresión de las ideas, ha conservado, como en hibernación, las actitudes más reaccionarias, los odios religiosos y étnicos. Hoy, en Bakú, sólo hay Ejército soviético y nacionalismo azerí. Gorbachov tiene que jugar con esas cartas. Es significativo que un general soviético haya mediado para lograr un acuerdo de alto el fuego entre armenios y azeríes en Najicheván. Aunque limitado, es un hecho esperanzador. La retirada del Ejército soviético, pedida por los nacionalistas y que a Gorbachov le interesa acelerar, depende de que se inicie la negociación, formalmente solicitada ayer por el Frente Popular de Azerbaiyán. Y no sólo con Moscú, sino entre los nacionalismos.

Para que esta perspectiva sea verosímil, Gorbachov necesita tener las manos libres para llevar hasta el fin sus propuestas de Lituania. Ello exige que gane la batalla en el comité central convocado para los días 5 y 6 de febrero. Algunos creen que la crisis del Cáucaso le impedirá lanzar la ofensiva que tenía preparada contra los conservadores para imponer cambios radicales como el fin del monopolio comunista y el pluripartidismo. Pero ocurre más bien lo contrario: necesita demostrar audacia y voluntad reformadora inequívoca para recuperar su prestigio. La situación del Cáucaso debería animarle a acelerar la derrota de los conservadores. Pero la batalla se libra en un campo, el comité central, en el que el peso de la nostalgia puede tener efectos catastróficos.

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