España y la apertura del Este
La apertura del Este, según el autor, puede significar para España una gran oportunidad si aprovecha su posición de país tecnológicamente intermedio y se cumplen dos condiciones: que los empresarios miren a esos países como países-objetivo, y que el Gobierno no entorpezca esos acercamientos.
El derrumbamiento del bloque oriental nos ha pillado por sorpresa a todos; tanto nos habíamos dejado influir por la ideología dominante, para la que lo imprevisible no puede suceder, que habíamos dejado de considerar que el deseo de los hombres de ser libres ha sido históricamente motor de dinamización de la sociedad.Lo dicho vale para las clases dirigentes de nuestros países occidentales, tanto en el ámbito intelectual como entre los líderes políticos y los demás protagonistas sociales. De ahí las continuas llamadas a la prudencia y a la cautela que se hacen, y que se esgrima la imperiosa necesidad de un nuevo equilibrio, como si la historia no nos enseñase que, precisamente, lo que ha hecho avanzar a los hombres hacia una mayor libertad y un mayor bienestar espiritual y material ha sido siempre la ruptura de equilibrios preexistentes.
Es hasta cierto punto natural, aunque no admirable, que los políticos, que ven cambiar el mapa del mundo sin su consentimiento, no sean todo lo optimistas que la razón desnuda invita a ser; llama mucho más la atención cuando desde el mundo económico tampoco se transmite entusiasmo, sino a lo sumo interés desde la cautela. Esa actitud temerosa y en el fondo reaccionaria alimenta un enfoque teñido de pesimismo en el análisis de lo que está pasando y de lo que va a pasar que, si logra influir socialmente, puede llegar a ser paralizador.
Cambiar de escala
Porque lo que está pasando en el Este es en lo humano tan impresionante como para devolver a quien la hubiera perdido la fe en los valores que sustentan la llamada civilización occidental, pero es que, en lo económico, el proceso que ahora se abre supone simplemente que Europa (y el mundo, por ende) cambia de escala, porque esto es precisamente lo que va a comenzar a suceder cuando unos 400 millones de personas, que antes vivían sujetas al plan, sin libertad para alcanzar sus fines y, por tanto, sin ganas de movilizar sus energías para intentarlo, empiecen a adueñarse de su propio destino. Son millones de mujeres y hombres que quieren vivir mejor, en lo espiritual y en lo material, y que saben o intuyen que su voluntad y su esfuerzo son decisivos para conseguirlo; que quieren consumir más, pero que también quieren trabajar con fruto, y que querrán ahorrar para el mañana. Allí va a nacer una impresionante fuerza de trabajo, fresca e ilusionada, y también nacerán miles y miles de hombres de empresa que harán posible un futuro mejor a la mayoría. La Europa que se abre a nuestros ojos es un continente interrelacionado de más de 800 millones de personas consumiendo y produciendo y, lo que es más importante, deseando.
De esta nueva Europa nos vamos a beneficiar todos, en Europa y fuera de ella; es como si 400 millones de personas nacieran de repente y una parte de ellos ya en edad adulta. Pero, ¿y España? ¿No estamos nosotros, al fin y al cabo, en un rincón del Sur? ¿No se irán los centroeuropeos a invertir en el Este abandonando sus proyectos en España?
Estas dudas comienzan a aparecer por aquí en ciertos ambientes influyentes, y, si la desconfianza injustificadamente pesimista que anidan llega a prender en la opinión pública, y sobre todo en la de los empresarios, podría llegar a producir efectos muy negativos para todos nosotros.
Un término medio
Un debate riguroso en torno a los interrogantes planteados debería poner sobre la mesa dos importantes cuestiones. La primera, la del cambio de escala de Europa ya apuntado: aunque sólo fuera por este cambio de escala, las oportunidades de España casi se triplicarían, en igualdad de todo lo demás, considerando la economía europea en un sentido dinámico. Esto debería bastar para descartar el pesimismo implícito en aquellas preguntas. Pero hay una segunda cuestión que no debería pasarse por alto: se trata de la posición relativa de España entre los demás países de Europa occidental, con referencia a los países del Este. Nuestro país tiene una característica que hasta este momento era un inconveniente y que a partir de ahora y por unos años se convierte en una ventaja: España es un país de tecnología media, que es justamente la que necesitan incorporar a sus procesos de desarrollo los países del Este que ahora se abren al mundo. Es decir, España fabrica los tornos convencionales necesitados por Hungría, que no está en condiciones de demandar todavía los que se hacen en la República Federal de Alemania, que son tornos verticales de control numérico.
Este análisis, válido en el campo de los bienes de inversión, es igualmente aplicable en el de los bienes de consumo; el sector del automóvil nos proporciona un verbigracia muy llamativo: cuando los países del Este comiencen a comprar coches en la Europa occidental, es seguro que no comenzarán con los de gran cilindrada; empezarán por los pequeños, como todo el mundo, y son los pequeños, precisamente, los que fabrican en España para toda Europa las multinacionales del sector.
En definitiva, España puede aprovechar las magníficas oportunidades que se abren con la continentalización de Europa, y singularmente las que pueden derivarse de su posición de país tecnológicamente intermedio. Dos condiciones son, sin embargo, necesarias: que los empresarios españoles comiencen a mirar a los países del Este en términos de países-objetivo, procurando hacer su entrada en los mismos bien acompañados (los alemanes federales llevan situándose varios lustros en ellos, a la chita callando), y que el Gobierno español no entorpezca esos acercamientos. La reciente reunión que el presidente González ha celebrado en Madrid con todos los embajadores españoles en los países del Este me parece, en este sentido, del mejor augurio.
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