Los papeles de Herbert Von
Un legado póstumo parece exigir cierto misterio. La lectura del testamento del pariente rico presupone una amplia mesa ovalada, un notario pulcro y sinuoso, una colección de deudos ávidos, circunspectos, que estrujan pañuelos y agitan abanicos esperando las noticias de la última voluntad.Hoy el guiño postrero de un artista que se despide conviene buscarlo en lugares menos románticos que un desván, más limpios que el fondo de una tarima, más extraños e inquietantes que un baúl decrépito.
Hoy los secretos deben descifrarse a la luz pública, sabiendo lo cruda, lo precipitada, lo cegadora que es la luz pública, que muestra cuando oculta y proclama cuando calla.
Disponemos del testamento de Herbert von Karajan. No ha aparecido en el subsuelo de una consola ni bajo el árbol más viejo del jardín, sino en forma de disco compacto. Para descubrirlo, no ha hecho falta la paciencia obcecada de un discípulo ni la vigilante devoción del ama de llaves; la Deutsche Grammophon lo ha publicado en tres volúmenes, al alcance de cualquiera. De cualquiera capaz de traducir el mensaje.
El director de orquesta, anuncia el director de orquesta desde el más allá, es un explorador oscuro, un cartógrafo minucioso y humilde, un relojero que descarta el menor capricho. Sólo existe, únicamente tiene sentido, como experto viajero a través de un territorio sonoro, por donde guía al oyente férrea y delicadamente, mostrando, señalando, procurando que cada cual encuentre en la música lo que quiera, lo que pueda.
En la ópera de Verdi Un ballo in maschera, Karajan renuncia a imponer un estilo, a dejar la huella de un toque personal, para desaparecer engullido por una obra a la que sirve con radical, con extrema obediencia. Se esfuma para que hable Verdi, y esa pieza desconcertante que es Un ballo in maschera, enmarañado despliegue de virtudes musicales y torpezas dramáticas, brilla con particular nitidez. Ópera de momentos aislados, cada pasaje cuenta con su emoción independiente, con su broma propia, con su aspereza particular. El director de orquesta actúa como un cronista exacto y discreto, muy exigente, como un fotógrafo objetivo y sensible.
En el Concierto para piano número 1 de Chaikovski, Kara jan, optimista, anima al descubrimiento, asegurando que nada hay sabido, nada conocido, nada manido ni fatigado. De todo es posible obtener un aroma de novedad, de lozanía. La Filarmónica de Berlín, por última vez con su cabeza visible, y el joven pianista Yevgeny Kissin acuden a una pieza de repertorio muy transitada con la exaltación de un estreno. Como si la rutina no fuera un efecto de la repetición, sino de la pereza; cada cosa es diferente cada vez.
Anton Bruckner se presta como materia de una última voluntad. Su Octava sinfonía se ha comparado a menudo con un monumento. Con razón. Se trata de una construcción complicada, un complejo arquitectónico de variadas dependencias difíciles de imaginar. Se tiende a ver en el compositor de la mirada fija y la cabeza rapada un algo de clerical, un ramalazo catedralicio, un matiz de señor muy devoto.
Karajan, que en Verdi se disuelve, que descubre a Chaikovski, levanta con la Octava de Bruckner una elegía a la timidez. La timidez como el reborde visible de una soledad atormentada, lacerante, expuesta a un interior tempestuoso que se encrespa y se calma alternativamente, que se empantana sin vislumbrar salida, como si el hombre del cráneo rapado se golpeara, literalmente, la cabeza contra la pared.
Construcción quizá, pero no de basílicas, sino de estados de ánimo. ¿Religiosidad? Tal vez: como expresión poética del desamparo. La arquitectura del abandono.
Interesante. El director, que es la estrella, se despide del mundo con una púdica, sobria y exquisita acuarela que representa la radiograflia musical de un hombre que sufrió horriblemente. El hombre no era muy agraciado, probablemente carecía de conversación, no sabía tratar a las damas ni a las doncellas pero, qué barbaridad, ¡cómo sentía!
es dramaturgo, cineasta y escritor.
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