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La maestría dulce de Raoul Dufy

Una muestra antológica del pintor francés se expone en Madrid

El pasado viernes se presentó, en la remodelada Casa del Monte, dependiente de la Caja de Madrid, una muestra antológica del pintor francés Raoul Dufy. Esta exposición itinerante, que se ha presentado ya a lo largo del otoño en Zaragoza y Barcelona, permanecerá abierta al público hasta el próximo 26 de enero. La selección antológica, realizada por la comisaría de la muestra, Fanny GuillonLafaille, recoge un conjunto de 28 óleos, 17 acuarelas, 15 dibujos, 5 bocetos para estampados y 7 cerámicas, obras todas fechadas entre 1905 y 1952.

Nacido en 1877 en el Havre, Dufy se forma en la herencia del posimpresionismo hasta integrarse, a mediados de la primera década del siglo, en la explosión colorista del círculo de los fauvistas, a la que el pintor llegará por fascinación directa de la obra de Matisse. Aunque esa vinculación fauve más inmediata es de corta duración —concluyendo con el acercamiento a la lección de Cezanne impulsado a raíz de su amistad con Braque— los ecos fauves seguirán tiñendo, de modo significativo, muchos aspectos de la evolución de su personal y muy característico estilo de madurez.

Lenguaje singular

La singularidad de ese lenguaje, a la que tiende a asimilarse la personalidad de Duf quedaría fijada hacia mediados de los años veinte y se ordena básicamente sobre una muy peculiar independización entre el contorno dibujístico y las manchas de color. Y sobre esas coordenadas, el artista francés desarrolla un universo de amables acentos, en sus temas mundanos y en el tono lírico de su visión, que suponen un registro más dulce y virtualmente ligero que ese valor y sentido que lo decorativo cobraría en la evolución matissiana.

En esa línea de amables acentos la fortuna crítica de Dufy' ha estado esencialmente marcada por opiniones contrapuestas, entre aquellas que lo sitúan entre los maestros mayores surgidos de la vanguardia histórica francesa y las de quienes, reconociendo su encanto y situación en el aroma de una época, ven en él un espíritu más leve, ajeno al peso de las apuestas más fuertes en el devenir de las vanguardias.

La exposición presentada ahora en Madrid —tras su paso por Zaragoza y Barcelona— evoca la memoria de Dufy con una cierta voluntad plural. En ése sentido son de agradecer tanto los ejemplos de su incursión en las artes ornamentales como aquellos que nos acercan al dibujo o a la acuarela.

Son precisamente estos últimos ejemplos los que permiten el acceso revelador a uno de los aspectos más gráciles y sensuales del arte de Dufy, tal vez el que más se acerca —en virtud de ese tono de aromática espontaneidad que un medio como la acuarela propicia— a la íntima musicalidad del vocabulario del pintor.

Frente a esa grata pluralidad, pesa en la muestra, aún dentro del tono modesto que marca su ambición, la escasísima presencia de obras del período más temprano, apenas una única sombra con relación a su afiliación fauve, sólo alguna más de su lectura de Cezanne. Ese criterio, que tiende a circunscribir la lectura hacia el Duf más tópico, nos priva tanto de una visión más armónica de la evolución de su trabajó, como de la posibilidad de entender su papel dentro de esa aventura fauvista que marca uno de los capítulos en la memoria de la vanguardia.

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