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INVASIÓN EN PANAMÁ

Bush contra Noriega

Una cadena de errores lleva a Washington a emplear las armas en el país del canal

Antonio Caño

ANTONIO CAÑO El general Manuel Antonio Noriega llevó a Estados Unidos a la primera intervención militar en territorio continental americano desde hace dos décadas. La actitud del jefe militar panameño y la cadena de errores de la política norteamericana han abocado a la Administración de George Bush a resolver por las armas la crisis surgida hace dos años y medio con quien hasta entonces fue uno de sus mejores aliados.

Hasta llegar a esta solución límite, Estados Unidos había ido labrando cuidadosamente el terreno a base de la presión económica y el aislamiento internacional contra el hombre que un día fue colaborador del Pentágono y a quien la justicia norteamericana reclama hoy por su presunta participación en el lavado de dinero procedente del narcotráfico.La intervención norteamericana en Panamá es, en buena medida, el reconocimiento de la incapacidad de Estados Unidos para manejar una crisis a la que nunca supo dar el tratamiento político adecuado. No es que los medios pacíficos hayan sido agotados en Panamá; es que Estados Unidos nunca supo hacer uso de ellos. Los sucesos desencadenados ayer son también la culminación de una estrategia de Noriega que siempre puso por delante su seguridad personal a la estabilidad en Panamá.

La crisis política panameña surge, en realidad, con el golpe de Estado protagonizado en 1968 por Omar Torrijos. El torrijismo, que conquistó mucho respaldo en el exterior, nunca consiguió vencer la resistencia de la sociedad civil a los militares que, desde ese momento, ocuparon los puestos de dirección del país.

Esta es la crisis real, el conflicto que mantiene dividida a la sociedad panameña. Pero la otra crisis, la que preocupó a Estados Unidos y la que provocó los sucesos de ayer, saltó a la luz en junio de 1987 con las declaraciones del coronel Roberto Diaz Herrera contra el general Noriega, que para entonces había concentrado casi todo el poder en sus manos.

Las acusaciones de Diaz Herrera -corrupción, fraude electoral, asesinato del opositor Spadafora- fueron inmediatamente respaldadas por Estados Unidos, que montó un verdadero cerco legal y político contra Noriega, a quien el entonces presidente Ronald Reagan identificó rápidamente como su enemigo número uno.

Las razones verdaderas por las que se rompió la amistad entre Noriega y Washington nunca han sido esclarecidas. Noriega dijo desde el primer día que Estados Unidos le declaró la guerra desde que se negó a prestar el territorio panameño para una acción armada contra Nicaragua. El argumento parece insuficiente y, por lo demás, nunca fue demostrado por el propio Noriega. Pero tampoco resulta fácilmente verosímil la explicación norteamericana de que se enfrentó a Noriega cuando, de repente, descubrió que se dedicaba al narcotráfico y que no gobernaba democráticamente.

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Un mero subordinado

Con la arrogancia de quien cree tratar con un mero subordinado, Reagan pidió a Noriega su renuncia sin condiciones. Noriega, que se resistió siempre a convertirse en rival de sus antiguos aliados, pidió la negociación mientras consolidaba su poder en el seno de las Fuerzas de Defensa.

La oposición, animada en esos momentos por el empuje de la protesta popular y por la mala información norteamericana, hizo uso de la misma arrogancia, convencida desde 1987 que el final de Noriega era inminente.

Una tras otra se fueron anulando todas las gestiones negociadoras y uno tras otro fueron cayendo los plazos que anunciaban la caída irremediable del general panameño. Cuando Noriega sólo pedía un retiro con dignidad y una solución honorable del conflicto, los norteamericanos y la oposición contestaban que dar tres meses a Noriega para su retirada era mucho tiempo.

El pueblo se desmoralizó y se retiró de las calles, la oposición abandonó la actividad y dejó a Estados Unidos mano a mano con Noriega. La presión económica, el incremento de la presencia militar en las bases del Comando Sur no sirvieron para retirar a Noriega, que confiaba en el tiempo y en la inviabilidad de una intervención militar directa norteamericana.

Confiado en su recuperación, Noriega aceptó el reto de las elecciones del 7 de mayo de 1989, donde la candidatura de sus hombres de paja fue estrepitosamente derrotada por la oposición, encabezada por Guillermo Endara, Ricardo Arias Calderón y Guillermo Ford.

Ese día Noriega empezó verdaderamente acabar su fosa. Para mantenerse en el poder tuvo que anular los comicios en medio del escándalo internacional. Como consecuencia, Noriega se radicalizó: formó grupos paramilitares que golpearon salvajemente a uno de los candidatos opositores, impuso un clima de terror en la calle y abolió las libertades que subsistían.

Noriega perdió, por ello, el poco respaldo internacional que le quedaba y ayudó a EE UU a crear un bloque de las democracias latinoamericanas y europeas contra el régimen de Noriega. Caía Stroessner, caía Pinochet... y Noriega permanecía como el único dictador militar de América Latina.

La radicalización de Noriega lo empujó hacia un discurso nacionalista vacío, a crear instituciones artificiales y antidemocráticas y a concentrar, desesperadamente, todo el poder en torno a sí mismo. El último escalón en esta línea fue su proclamación como jefe de Gobierno por una fantasmagórica Asamblea de Representantes de Corregimiento.

Noriega se había lanzado desde mayo pasado por un tobogán cuyo final tenía que ser necesaria mente trágico. El mundo entero se había ya lavado las manos sobre la crisis panameña. Cualquier gobernante latino americano al que se preguntase sobre la situación en el istmo se negaba en los últimos meses a comprometerse con un comentario. El Gobierno español, que fue muy activo en el inicio de la crisis en la búsqueda de una solución negociada, también se había retirado ya de lo que ahora es un campo de batalla.

Situación sin retorno

Con toda probabilidad, Noriega sabía que conducía a su país a una situación sin retorno; nunca le importó. Absorto en su extraña personalidad, el general quería vengarse de quienes le abandonaran. EE UU también parecía querer, a juzgar por su política de los últimos años, una demostración de fuerza militar. Algunas medidas de Washington contra Noriega llevaban a veces a pensar que seguían siendo aliados. El último ejemplo fue el 3 de octubre de pasado cuando los norteamericanos animaron a un grupo de oficiales panameños a levantarse contra Noriega y después los abandonó a su suerte.

En el mismo capítulo de los errores norteamericanos hay que mencionar también los errores de la oposición panameña. Final mente, Endara y Arias Calderón acarician su viejo propósito de llegar al poder de la mano de EE UU; el tiempo dirá qué precio tendrán que pagar por eso.

Desde hacía meses la oposición se había limitado a esperar este momento. Desde mayo pasado, la oposición había renunciado a todo acto de protesta. Hasta ese momento, los dirigentes de los partidos políticos de centro derecha se habían negado a cualquier solución negociada sin la dimisión previa del general Noriega. Con su obsesión inicial por ver a Noriega arrodillado y en prisión, la oposición forzó a Noriega al radicalismo y, lo que es peor, obligó a los militares a solidarizarse con su jefe. Cuando Endara y Arias Calderón admitieron la posibilidad de que Noriega se quedase en Panamá ya era demasiado tarde.

Pese a los dos intentos, minoritarios y mal organizados, de golpe militar, el general Noriega ha mantenido siempre el control de las Fuerzas de Defensa, a las que convenció de que él representaba la única garantía de supervivencia de la institución. Su nacionalismo de última hora nunca convenció al pueblo, pero sirvió para aglutinar al Ejército Llama la atención el hecho de que, finalmente, los norteamericanos hayan decidido poner fin al calvario al que Noriega les tenía sometidos.

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