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Las hogueras de Voltaire

Fernando Savater

Hace todavía pocos meses podían leerse lamentos acerca de la apatía política de nuestra época, en la cual los súbditos habrían perdido -de creer a los agoreros- toda capacidad reivindicativa. Un mundo sin utopías ni ideales, triste herencia de aquel glorioso Mayo del 68 o aquel revolucionario julio de 1789. Días después del último suspiro nostálgico, Gorbachov dio paso a las reformas; en China, los estudiantes se sublevaron; los ciudadanos de los países del Este comenzaron a tomarse la democracia por propia mano; cayó el muro de Berlín, etcétera. Al lado de lo que está pasando hoy en Europa y apuntando en Asia, Mayo del 68 no fue más que una simpática zapatiesta de fin de curso. Los comienzos de los pulsos ideológicos e institucionales que van a ocuparnos en la próxima década se vislumbran ya en las páginas interiores de los periódicos o en reportajes televisivos aparentemente anecdóticos: los que se han dado cuenta de que las nuevas batallas no esperan van afilando sus armas dialécticas.Por ejemplo, el caso del chador. Tres alumnas musulmanas de la escuela pública francesa quieren asistir a clase cubiertas con el pañuelo característico de su pertenencia religiosa. Los profesores se niegan a aceptarlas en las aulas en nombre del principio de laicismo. Protestas, posturas gubernamentales encontradas, discusión entre intelectuales prestigiosos, aumento de votos de Le Pen. Finalmente, el Consejo de Estado toma una postura aparentemente favorable a las alumnas discriminadas., pero lo suficientemente matizada como para que puedan seguir siéndolo. El problema continúa en pie y es imaginable que pronto adquiera nueve ramificaciones. Planea sobre la cuestión la sombra perseguida de Salman Rushdle y la de su perseguidor Jomeini, junto a la de muchos hombres y mujeres que en países musulmanes (sobre todo del Mediterráneo) se esfuerzan por resistir las imposiciones sociopolíticas del integrismo islámico.

En un manifiesto aparecido en Le Nouvel Observateur, en el que se apoyaba a los profesores opuestos al chador, cinco intelectuales (Badinter, Débray, Finkielraut, Fontenay, Kintzler) esgrimían con vehemencia argumentos nada desdeñables. El laicismo escolar es uno de los pilares del sistema republicano francés, por no decir de la derriocracia moderna entendida en su sentido más radical. La escuela ha de ser un lugar de liberación de las obligadas pertenencias familiares, un espacio en el que no haya más autoridad que la razón y la experiencia abiertas a todos, cerrado por tanto a las tradiciones dogmáticas incompatibles con los derechos humanos y el libre examen. Los signos externos de tales creencias, así como su propaganda proselitista, deben ser prohibidos. De otro modo, la educación laica no hará -so capa de respeto a la diferencia- sino confirmar los prejuicios y predestinar socialmente a los alumnos, en lugar de darles una oportunidad de emancipación. Dignos de respeto, sin duda, estos razonamientos han sido discutidos por personalidades como Jean Daniel, Bernard-Henry Levy y el propio ministro de Educación francés, Lionel Jospin. Por mi parte, también me atrevo a ponerlos en. cuestión.

Para empezar por los principios, el laicismo de la escuela pública democrática me parece esencial, precisamente porque se opone el integrismo religioso de cualquier tipo. Y, hoy por hoy, el fundamentalismo islámico es de los peores, tanto como lo fue ayer el cristiano. Ahora bien, ¿puede ser el principio la¡co ahora igual que hace 200 años? Entonces se opuso a una Iglesia y una religión que proscribía todas las demás, dentro de un marco de notable unanimidad étnica y cultural. Ahora se las ve con comunidades plurirraciales, en vías de dificil integración ciudadana, con creencias y tradiciones diferentes a las de la mayoría, pero muy numerosas, apoyadas no tanto por fe religiosa como por necesidad de un reconocimiento de grupo frente a la hostilidad ambiental. El. laicismo ya no se enfrenta a un viejo poder oscurantista arraigado, sino a diferencias vitales, a veces fanáticamente sustentadas y que brotan de un trasfondo de marginación. Antes, el laicismo fue la defensa de la capacidad racional de innovar frente a la rutina inmovilista y castradora de la fe; pero ¿no puede en esta ocasión ampararse: en él cierto miedo ante una sociedad en transformación y mestizaje demasiado acelerado, incluso cierto comprometido orgullo de pertenencia a una cultura y a una etnia privilegiada? La escuela laica actual debe propiciar el debate sobre la voluntariedad y significado de los signos religiosos externos, no excluirlos por principio. Debe dar la ocasión de prescindir de ellos, no prohibirlos. La joven musulmana a la que su padre integrista obliga a llevar chador difícilmente se considerará emancipada por el padre Estado que le obliga a quitárselo. Será preciso acudir a otros padres, los del liberalismo, corrio Benjamín Constant cuando dice: "Hay dos formas de suprimir los conventos: se pueden abrir las puertas o se puede expulsar por la fuerza a quienes los ocupan". Es obvio que sólo la primera respeta las libertades civiles que profesamos.

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Es cierto, la tolerancia democrática debe ser firme, no admite que todo vale por igual: por ejemplo, no puede tolerar que no se tolere. No hay que olvidar que la democracía es una revolución y que en su origen impone sus valores sobre las genealogías de poder opuestas: cuando esos valores se vean fundamentalmente comprometidos, hará muy bien en volver a imponerlos revolucionarlamente. Pero uno de los poderes de la democracia, que es racional y hedonista, es la seducción, y en él hay que confiar más que en la fuerza. Mejor que ponerse rígido frente a los rigidos, duplicando la rigidez, empecemos por mostrarles que tiene más gracia cimbrearse... Hay que guardar la intransigencia para cuando haga falta: para el contenido de los planes de,csiudio, para el respeto a la libertad de expresión. Ante los que quieren penar las blasflemias con la muerte o de cualquier otro modo legal, palo inmisericorde. Como dijo Jefferson: "El poder legítimo del gobierno se extiende sólo a los actos que son nocivos para otros. Pero a mí no me daña que mi vecino diga que hay 20 dioses o que no hay ninguno. Eso no me roba la cartera ni me rompe la pierna. La coacción no haría más que fijarle en sus errores, no curarle de ellos". Los unos tendrán que acostumbrarse a oír blasfemias, lo cual no les afecta ni los bolsillos ni la integridad física; los otros tendrán que aprender a ver chadores y tocados más raros todavía. Voltaire lucha contra las hogueras de la intolerancia y, por tanto, ni con la mejor voluntad del mundo cabe alzar nuevas piras expiatorías en su irreverente nombre.

Fernando Savater es catedrático de Ética, de la universidad del País Vasco.

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