Fuera de toda sospecha
LA DECISIÓN de Felipe González -investido el martes por la noche como presidente del Gobierno para un tercer mandato- de confirmar a todos los ministros del Gabinete se enmarca en el contexto político de excepción creado por la anulación de las elecciones en tres circunscripciones y, en consecuencia, en la anómala constitución de la propia legislatura. El lunes, el candidato a presidente ya se había colocado a sí mismo en una situación de relativa provisionalidad al anunciar, en el discurso de investidura, su sometimiento a una cuestión de confianza una vez que el Congreso de los Diputados estuviera al completo. Remitía así a una fecha posterior su investidura real como jefe del Ejecutivo. La decisión de aplazar cualquier cambio en el Gobierno está en coherencia con esa misma lógica política, cualquiera que sea la explicación pública que se dé ahora.La nulidad de las elecciones celebradas el 29 de octubre pasado en las circunscripciones de Murcia, Pontevedra y Melilla, y su obligada repetición en el plazo de tres meses, es un suceso que, más allá de su estricta dimensión judicial, contiene una explícita carga política. Porque, aunque lo sucedido es justamente una prueba evidente de que el pucherazo no es posible, ha servido para dar armas a quienes no cesan de desacreditar la actual democracia española con comparaciones a todas luces disparatadas.
Sin poner en cuestión la rectitud de las decisiones judiciales ni su adecuación a los supuestos previstos en la legislación electoral, no deja de sorprender el hecho de que los tribunales no hayan encontrado otra salida legal a las irregularidades detectadas -en todos y cada uno de los tres casos de Murcia, Pontevedra y Melilla- que la de repetir los comicios. El papel de los jueces en el proceso electoral constituye una garantía democrática de primer grado, pero un exagerado protagonismo judicial en el mismo sólo podría explicarse por graves fallos de los cauces establecidos para que se manifieste la voluntad política de los ciudadanos, lo que no es el caso. De hacerse inevitable tal protagonismo, ello se traduciría en una nada deseable precariedad en el normal funcionamiento de las instituciones, como ha ocurrido en la constitución del Parlamento surgido de las elecciones del 29 de octubre.
El acuerdo alcanzado entre el presidente del Gobierno, Felipe González, y el líder del grupo mayoritario de la oposición, José María Aznar, para impulsar la creación de una comisión parlamentaria que investigue las irregularidades de las elecciones del 29 de octubre debe bastar para que se despeje cualquier malentendido, determinar con exactitud la naturaleza y el alcance de las infracciones electorales detectadas y arbitrar las fórmulas apropiadas para acabar con ellas. Y entre ellas, un perfeccionamiento del censo, una mayor responsabilidad y mejor información de los miles de ciudadanos llamados a formar parte de las mesas electorales y, en último término, alguna modificación puntual de la ley electoral de 1985, sobre la que no hay que olvidar que existe un consenso político similar al de la Constitución.
En cuanto al censo electoral, la responsabilidad del Gobierno es obvia, dado que su elaboración y actualización es competencia del Instituto Nacional de Estadística. Pero en esta función también tienen su parte los ayuntamientos, cuyo deber de tramitar los datos de inscripción de nuevos residentes en su término municipal tiene que cumplirse con mayor diligencia. La formación electoral de los ciudadanos, exigida por su colaboración relevante en la buena marcha de los procesos electorales, es un objetivo básico del Gobierno y de la Junta Electoral Central, cuya existencia permanente entre elecciones estaría más que justificada con el cumplimiento de esta tarea. Respecto a la legislación electoral, quizá han de determinarse con más precisión los supuestos de nulidad de las elecciones y evitar en lo posible que aquélla afecte a toda la circunscripción electoral. Tal vez la anulación de la votación sólo en las mesas donde se hubieran registrado las irregularidades, en un plazo inmediato, hubiera sido suficiente para obtener los mismos efectos jurídicos que la derogación total, sin ninguno de sus graves inconvenientes políticos.
En última instancia es preciso insistir en que todo lo sucedido en tomo al proceso electoral de octubre es más una señal de robustez del juego democrático que de lo contrario. Por más que la caverna se empeñe.
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