Sembrado de minas
LA CAÍDA del matrimonio Marcos en Filipinas en 1986 había empezado con el asesinato del verdadero líder de la oposición -el esposo de Cory Aquino-, de manera que para lograr el derrocamiento del tirano fue preciso crear una alianza de todas las fuerzas políticas filipinas, con la sola exclusión de los fieles irreductibles. Se integraron en ella no sólo el bando de Aquino -una abigarrada coalición de idealistas y radicales de izquierda-, sino también elementos heredados del régimen anterior, facciones militares y otros políticos con mayores o menores ambiciones de sucesión del poder. Uno de ellos, Salvador Laurel, hombre de Marcos, se sumó a la coalición como candidato a la vicepresidencia. También se unieron el antiguo ministro de Defensa, Juan Ponce Enrile, y el antiguo jefe de Estado Mayor, Fidel Ramos, hoy ministro de Defensa. Todo este urgente entramado recibió el apoyo de EE UU y de la CE y echó a andar, pero siempre renqueando.Casi cuatro años después, Cory Aquino -que se encontró con la presidencia en razón del apellido y posiblemente sin que ella ni sus consejeros evaluaran todos los riesgos de la aventura en que se metían sufre su sexto y más grave golpe de Estado, dirigido o instigado, una vez más, por las mismas personas. La rebelión ha obligado a EE UU a acudir en apoyo de Aquino con una exhibición de fuerza destinada a consolidar la moral de las tropas gubernamentales. Pero el golpe, en vísperas de la cumbre de Malta, no podía ser más inoportuno: en medio de solemnes y sinceros apretones de mano, ha forzado al presidente Bush a intervenir con pies de plomo, y al presidente Gorbachov, a manifestar con la boca muy chica que la URSS no toleraría interferencias norteamericanas en Manila.
Leales y rebeldes llevan más de 48 horas enzarzados en una batalla en la que se han producido incidentes que serían bufos de no haber mediado muertos y heridos: el cambio de manos del Canal 4 de la televisión estatal al menos en siete ocasiones, la ocupación por los insurrectos de una base en la que había un solo avión con las ruedas pinchadas y sin piloto que lo hiciera volar, el ametrallamiento por un caza gubernamental de sus propias tropas, el encierro de la presidenta en su palacio incendiado y desde el que se dirigía a los rebeldes para conminarles a la rendición incondicional, con la amenaza de que, en caso contrario, convocaría "al histórico poder popular".
Aunque tanto Laurel como Ponce Enrile han negado su participación en la revuelta, cuyo ejecutor directo ha sido el coronel Gringo Honasan -una figura que aparece y desaparece de la escena golpista filipina-, es difícil buscar otros protagonistas. Es la cuarta vez en tres años que Honasan, huido tras la tercera intentona del barco-prisión en el que le habían encerrado, dirige un alzamiento militar. Las acusaciones son siempre las mismas: Cory Aquino ha cedido a las presiones de los guerrilleros comunistas y al separatismo musulmán de Mindanao; está permitiendo la desintegración del país; es débil e incapaz, y se ha entregado en manos de los enemigos de la patria. Sin embargo, la verdadera cuestión a dirimir es si puede gobernarse indefinidamente un país cuando en la gestión intervienen personajes de más que dudosas honradez y fidelidad no ya al presidente, sino a la democracia misma.
Estados Unidos tiene en Filipinas las dos bases militares más importantes fuera de su territorio. La renovación de su arrendamiento debe ser renegociada en 1991 y aprobada por los Senados de ambos países. La presión nacionalista del pueblo filipino y la relajación de tensiones internacionales que consagra la cumbre de Malta harán difícil que la presencia militar estadounidense se mantenga tal cual en Filipinas. Ambas cosas auguran dificultades a la presidenta Aquino con vistas a su campaña de reelección en 1992. O tal vez antes si alguien no consigue detener a Honasan y actuar con la energía necesaria frente a los golpistas que le amparan desde la sombra.
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