El cielo comunista
La mañana es el momento de los ancianos. Luego, horas más tarde, llegarán los obreros treintañeros, los administrativos de camisa blanca, los jóvenes de chupa de cuero y orejas taladradas por aretes. Pero la mañana es el momento de los ancianos. Ahí están hombres y mujeres, veteranos todos ellos de tantas guerras privadas y públicas, guardando cola en la calle bajo la lluvia.Al la entrada del edificio, en un improvisado tenderete, un par de miliantes reparten a carteles que el partido ha impreso en homenaje a Dolores. Posiblemente los tiraron mientras se esperaba el desenlace; puede que la imprenta estuviera trabajando en el mismo instante en que Pasionaria vivía ese momento estelar de la vida que es la propia muerte. Esas son las servidumbres de los personajes célebres: su fin les precede. Ahora todos cogen sus carteles con entristecida canción y preguntan solidariamente qué se debe. "Nada", les contestan. "Ni la voluntad, siquiera?", se admiran ellos, tan acostumbrados a arrimar el bolsillo y a compartir peseta a peseta todos los gastos. "Hoy ni la voluntad", les contestan. Hoy es el acabóse. No se pierde a una madre todos los días.
Van pasando callados, disciplinados y obedientes, arreados por el servicio de orden, que, temiendo aglomeraciones, imprime en ocasiones un innecesario y vertiginoso ritmo a la visita. Apenas si da tiempo para nada: una ojeada aturdida, un suspiro de mujer mojado en lágrimas, o esos resoplidos como de cachalote con los que algunos hombres intentan disimular el llanto.
"No la vemos, nosotros no la vernos", dice quejosamente una mujer. El catafalco está poco inclinado y se pasa a más de un metro de los pies dei féretro: las gentes apenas si adivinan, en la abertura de la caja, el triángulo de una nariz amoratada. Poca cosa, para tanta, emoción, para los claveles rojos que muchos traen, para las encendidas poesias que algunos han escrito y que entregan en arrugactos papelillos a los organizadores.
El salón de actos en donde se ha montado el catafalco sigue siendo eso, un desangelado salón de actos, pese a las muchísimas flores y al lienzo rojo que adorna el muro tras el féretro. "No hemos querido poner más colgaduras porque nos pareció que iba a quedar cerno faraónico", dice el actor Juan Diego, que ayudó en la somerísima decoración. De modo que el salón mantiene un aire de galpón destartalado, con desoladas luces de neón y un vago aroma a asamblea obrera permanente, esto último tal vez muy apropiado para la austera laboriosidad de la Ibarruri. Pero todo demasiado frío para tanta pasión de huérfano reciente. Quizá la izquierda no ha sabido crear aún un rito apropiado para la muerte; algo tan consolador como los inciensos, los cánticos, las colosalles y solemnes ceremonias de las viejas iglesias. Aquí, los visitantes no saben bien qué hacer. Unos pocos levantan el puño. Otros, menos aún, se santiguan. Pero casi todos se limitan a contemplar el cajón con ojos dilatados y se marchan arrastrando los pies, desconcertados, quizá decepcionados por el poco espacio que ocupa una muerte tan grande.
En la puerta del salón de actos han colocado una escultura en bronce de Dolores, que algunas mujeres tocan reverentemente al salir como quien toca la imagen de un santo. Han tenido que desembalar el busto a toda prisa porque ya estaba metido en una caja para el traslado de edificio. Porque Pasionaria ha muerto en tiempos de mudanzas, en momentos febriles. Su cadáver diminuto ("¿Has visto qué pequeñita está?") pone el broche a un milenio.
De pronto, un anciano se planta frente al féretro: "Dolores, en homenaje a ti de la clase trabajadora", anuncia con voz clara. Los del servicio de orden, temiéndose un discurso, hacen ademán de abalanzarse sobre él para instarle a proseguir andando. Pero el hombre mete la mano en el bolsillo, se saca una armónica, empieza a tocar los primeros compases de La Internacional. Y todo se detiene en el salón de actos: el servicio de orden, el aliento de los asistentes y el rotar del mundo. El muro de Berlín se derrumba sin ruido sobre el cadáver de la Pasionaria, que nunca llegó a saber que se derrumbaba, mientras el anciano sopla con ojos enrojecidos sus compases. Después el hombre se guarda su armónica y deja que Dolores suba a la Historia, que es el cielo de los comunistas.
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