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Tribuna:CULTURA DE LA LIGEREZA
Tribuna
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'Espumosos' de la modernidad

Suelen ser guapos, vitaminizados, vestidos a la moda, enterados, autosuficientes, lectores de los libros de El Papagayo, clientes del cine norteamericano de evasión, proclives a la acid music y a menudo adictos al sniff. Son la nueva fauna urbana que cultiva activamente el trivialismo y ejerce un neodandismo a la medida de: la mediocridad de la era del gadget. Por la volatilidad e inconsistencia de sus juicios y de sus gustos constituyen los espumosos de nuestra tardomodernidad, la evanescente espuma que humedece la superficie de la cultura highbrow, que ya no está de moda. ¿En qué se reconoce la identidad de un espumoso o una espumosa? Cualquier aficionado a la antropología urbana puede reconocerlos por su vacuidad provinciana disfrazada de modernidad, por su culto de la trivialidad, por su militancia en lo fashion, por su acentuada diseñofilia, por su entronización de lo divertido como valor supremo y por su aplauso a las películas coloreadas, para ir a la contra de los intelectuales. La vacuidad e inconsistencia de los espumosos y espumosas no es más que una excrecencia de la midcult meritocrática en la España de la posdepresión económica y de la depresión política.Ocio

Cuando el mundo se ha escindido tan categóricamente entre productividad profesional y ocio, el ocio ha pasado a ser el vasto terreno de juego en el que se ha desarrollado la insolente expresividad de los espumosos, réplica no airada de lo que antaño constituyó nuestra progresía, amamantada por la Escuela de Francfort, por Sartre y por Lukács. El fenómeno fue preanunciado a principios de esta década por la ruidosa movida, como emblema del neohedonismo expandido tras la muerte del padre castrador. A la sombra de la bulliciosa movida, que Tierno Galván no desdeñó bendecir, se desarrolló también la subcultura urbana de lo cutre, con la que los menos privilegiados elevaron y sublimaron sus carencias a la categoría de meta ejemplar. Luego lo cutre llegaría a ser recuperado lúdicamente por los pudientes, como incursión exótica y excitante en su periferia social. Y en su arrollado avance, la movida fue generando como excrecencia epidérmica una burguesía adicta a la cultura light que cortocircuita todo esfuerzo intelectual, bañada en una estética espumosa que procedía de los spots publicitarios y de la cultura de la discoteca. Así se fue diseñando, cincelado por la prosperidad meritocrática, el estereotipo de nuestros espumosos que hoy frivolizan en bares y discotecas, como avanzadilla del neo horterismo de final de siglo.

El espectro social de los espumosos cubre desde ejecutivos jóvenes y banqueros hasta ex ladys España, desde catetos universitarios a plumíferos profesionales. Aspiran al cosmopolitismo, pero son provincianos disfrazados de urbanitas. Han descubierto gozosamente el diseño, que la Bauhaus formalizó en los años veinte, con más de 60 años de retraso.

'Disueño'

Y por eso el diseño es para ellos un símbolo supremo de modernidad, convertido en disueño (Federico Correa dixit), emparedado entre el deseo y el ensueño. Para estos recién llegados al último tranvía de la modernidad, los criterios de validez cultural son lo divertido (exclúyase, por tanto, a Kant, a Habermas y a Lyotard), lo fashion, que unos días es la onda fría de ciertos bares musicales y otros el opuesto neobarroco importado de Italia. Y en nombre de esta sacrosanta y divertida modernidad (adiós a Vermeer, a Proust, a Beethoven, a Joyce) se entroniza la evanescente cultura light procedente de un patchwork massmediático, y el fetichismo del look, que sustituye frívolamente a las esencias por las apariencias. Es, en pocas palabras, el apogeo de lo efímero, cuyos valores culturales se hinchan, con la complicidad de algunas revistas satinadas, como los chicles antes de estallar. La midcult maritocrática se ha vengado así cumplidamente de la penitencia progresista de antaño.

¿Qué puede hacerse con estos nuevos ricos de una cultura pobre? Puesto que la frivolidad y la vacuidad cultural no constituyen delitos, no es posible ni aconsejable reprimir con métodos policiales la estupidez de los espumosos. Estos provincianos incultos aspiraban antes a salir en las columnas de Francisco Umbral y ahora su meta es la de aparecer en las de Luis Mariñas. Esto ha contribuido a clarificar bastante su identidad cultural. La forma más eficaz de liquidar a la fauna espumosa sería la de ignorarlos, porque lo que no sale en los papeles o en la telepantalla no tiene existencia social. Pero tampoco podemos prohibir a los directores de revistas ni a Luis Solana que alberguen los rostros de nuestros espumosos y espumosas más cotizados. Al fin y al cabo, la grandeza de la democracia reside en tolerar a todo el mundo, incluyendo a los estúpidos y a los frívolos, a quienes piensan que Beckett es un viejo pasado de moda; Wittgenstein, un aburrimiento, y Dreyer, una antigualla sin interés. Habrá que esperar pacientemente a que estos importadores de ultimísimas modas sean víctimas de su propio principio de la cultura entendida como goma de mascar; a saber, que les estalle en las narices y desaparezcan como víctimas de su propia inconsistencia.

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