Nacionalismo e integración
La casa común europea no es un edificio de construcción inminente: los proyectos de edificación de Gorbachov han de ser observados con realismo, y sobre todo con gradualidad, pensando en europeos marcados por un acervo cultural compartido, más divididos, no obstante, por 50 años de historia disímil. Jacques Delors piensa en ello cuando prefiere hablar de una "Europa aldea".La seguridad europea, por ejemplo, puede replantearse sólo a la mesa de negociaciones de Viena, y seguramente no sobre bases territoriales circunscritas como las ofrecidas por zonas exentas de armas convencionales, químicas y nucleares. Con todo, a medida que la situación en Europa central se va volviendo previsible, también el cálculo de la seguridad y la búsqueda de una nueva estabilidad convencional en el campo de los armamentos se hacen más fáciles.
Por lo demás, la historia europea de esta posguerra puede interpretarse también con arreglo a las integraciones logradas o fallidas. La integración paneuropea zozobró en los remolinos de la guerra fría: fueron emblemáticas las negativas de Checoslovaquia y Polonia -impuestas desde Moscú- a participar de los recursos distribuidos,por el Plan Marshall.
La primera integración posible fue inspirada por políticos católicos: Adenauer, De Gaspari, Schumann; de modo que, en su forma original, se trató de una Europa carolingia, en la que las naciones tradicionalmente imperiales (Alemania e Italia) se aliaban' al país tradicionalmente antiimperial y nacionalista: Francia. La socialdemocracia (ya Mollet, después de Suez, y Nemi, después de Budapest) vio por su parte en la Europa integrada que había que extender tras el proyecto de origen el nuevo cimiento para la transformación de la sociedad interna e internacional.
La cuenca mediterránea
También en el Mediterráneo la integración habría sido, desde la posguerra, la política más perspicaz. Por lo demás, las causas de los tunecinos, marroquíes y argelinos hallaban en Italia, incluso antes de sus independencias, un apoyo amplio, puesto que resultaba más seguro y ventajoso confiar en una política de colaboración que presenciar el ahondamiento del foso entre ambas orillas del Mediterráneo. Eran esos, además, los años de maduración del centro-izquierda en nuestro país.
El factor colonial retrasó la concienciación en el ámbitoeuropeo.
Nuestra atención actual porla Europa danubiana evoca de cierto modo una corta, más intensa y esclarecida estación de nuestra política exterior, entre la terminación de la Primera Guerra Mundial y la aparición del fascismo. Me estoy refiriendo a la política amistosa de Sforza respecto de Yugoslavia, motivada tan bien en su discurso ante el Parlamento del 26 de noviembre de 1920 a favor de la ratificación del Tratado de Rapallo; respecto de Albania, admitida en la Sociedad de Naciones ese mismo mes merced al concurso de Italia; respecto de las naciones surgidas de la disolución del imperio austrohúngaro: Checoslovaquia y Hungría.
Desde 1985, año del Acta Única y también de la aparición de Gorbachov, una asociación más estrecha entre ambas Europas pareció no sólo realista, sino también el gran evento histórico de lo que restaba del siglo. Pero el proceso de reunificación empieza a recordar a muchos los desórdenes, la pérdida de control de los primeros años de este siglo. Y acaso la incomodidad producida por tantas novedades induce incluso a aflorar una Europa hasta ayer más estable y más tranquilizadora. La historia ha vuelto a ser indeterminada e imprevisible como en el siglo pasado.
Tensiones
El peligro de hoy es que estallen las nacionalidades, que los prófugos atasquen los caminos a Occidente, que las tensiones se vuelvan ingobernables. La salida pacífica del totalitarismo jamás se experimentó. Es, para nosotros y para el Este, un enigma; sin embargo, no debe alimentar una espera sombría, pasiva, de la que podría no reflorecer cosa alguna por toda una generación.
Habiéndose esfumado en Europa central la homogeneidad de la ideología, en la imposibilidad de reemplazar ésta pór una fidelidad dinástica restaurada, toca ahora a la evaluación de los intereses en juego, reforzada por la contigüidad geográfica, preservar y robustecer el tejido unitario en esa Europa que encierra la máxima diversidad en el mínimo espacio. Es necesario recuperar una parte de la realidad de aquel imperio ausbúrgico, aquel mundo tras las naciones, que no era mera forma, sino también estilo político.
El Acta Final de Helsinki impulsa a recomponer plenamente Europa mediante la reducción de los armamentos, la integración económica y el respeto a las libertades básicas, objetivos a cuyo acerciamiento contribuyen las asociaciones regionales. Por tradición histórica, afinidades culturales, contigüidad geográfica, convergencia gradual de sistemas políticos y económicos, no hay terreno que me parezca más, apto.
A la espera de que las rivalidades entre el Este y el Oeste nos resulten totalmente insensatas, como las de otrora entre franceses y alemanes, empecemos a reconstruir una parte de la Europa medianera con una estrategia flexible y tolerante inspirada en el realismo empírico y también en la defénsa de las diferencias y de las ¡dentidades frente a toda tentación totalizadora y autoritaria.
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