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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un caso de crueldad

SUCESOS COMO el ocurrido en la residencia de ancianos de Villaviciosa de Odón (Madrid) -la muerte inadvertida de un residente y la permanencia durante cuatro días de su cadáver en la habitación que ocupaba- vienen a ser el diagnóstico más cabal de la crueldad con la que nuestra sociedad trata a un segmento de la población -cada vez más numeroso- al que se condena, en términos generales, a la indigencia y al abandono. El hecho ha sido atribuido a la rutina imperante en el centro, y, en consecuencia, el director ha sido cesado y se ha abierto expediente a 12 empleados. Pero la cuestión de fondo es cómo frenar el proceso de degradación social que está aflorando en el trato dado a nuestros mayores. Porque el suceso de Villaviciosa es uno más de una larga sucesión de hechos similares como los que hace apenas unas semanas conmovieron a la opinión pública en Barcelona.En España hay unos seis millones de personas mayores de 65 años y al final del próximo decenio habrá 1,5 millones más, como consecuencia de un descenso paralelo de la mortalidad y de la natalidad. Un proceso de envejecimiento que plantea un serio desafío no sólo a las instituciones públicas, sino a la sociedad en general. Las primeras se encuentran enfrentadas a un problema de reajuste de sus prioridades sociales para atender a una población cuyo principal problema -entre los muchos que afligen a la persona en su edad postrera- es la brutal disminución de su capacidad económica. Hay que poner en relación la escasa cuantía de las pensiones de jubilación -la media no alcanza las 40.000 pesetas, aunque esta media se haya incrementado en los últimos años-, la práctica inexistencia de residencias publicas -2,49 plazas por cada 100 ancianos- y la carestía de las privadas para percibir de inmediato la precaria situación en que vive la inmensa mayoría de los españoles que han superado los 65 años de edad.

Si no se produce un cambio de actitud social, si las administraciones públicas siguen tan cicateras en la construcción de centros geriátricos y si, por el contrario, florece el negocio incontrolado a costa de la indigencia de la vejez, acabaremos convirtiendo la ancianidad en una especie de gueto social impermeable al disfrute de algunos derechos elementales que se atribuyen al conjunto de la sociedad. Porque el problema no se reduce a una cuestión de beneficencia pública, sino que se trata de un atentado permanente contra derechos humanos reconocidos en cualquier sociedad civilizada. Desgraciadamente, en este caso como en otros, sólo lo irremediable de la muerte parece apelar a las buenas conciencias.

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