Si todo vale, algo prevalece
Los monetaristas, impotentes para esgrimir la política fiscal (único modo de controlar la inflación sin amenazar la inversión), han desatado una nueva campaña anticonsumista. Una vez más, el hedonismo vuelve a ser el fácil blanco de todos los ataques. Y como siempre, se acusa a los ciudadanos de ser los culpables de todos los males por caer víctimas de sus bajas pasiones materiales. La cuestión plantea problemas múltiples, entre los que destaca el técnico de cómo gestionar la demanda de consumo para que multiplique la demanda de inversión en vez de frenarla. Pero no menos crucial parece su dimensión retórica, dado que determina tanto el modo como resultan interpretados los hechos objetivos como la forma en que la cuestión se comunica a la opinión pública. ¿Cómo juzgar el hedonismo consumista?A este respecto se delinean tres posturas. Ante todo, la más obvia y descartable, que podemos clasificar como puritanismo conservador. Y no me refiero al fundamentalismo eclesiástico, sino al reciente discurso intelectual de la derecha moderna, tal como lo representa Daniel Bellí o últimamente Allan Bloom, para quienes el hedonismo es un subproducto perverso del capitalismo que puede anular su consustancial ética calvinista. La postura opuesta vendría representada por el moralismo progresista de la Ilustración; y aquí el más reciente panfleto es el de Finkielkraut: el hedonismo del todo vale, consustancial a la posmoderna cultura de masas (cuyo relativismo cultural permite que cualquier objeto pueda ser estrella por un día, como Andy Warhol quería, con promiscua democratización indiscriminada, por la que tanto vale un soneto de Shakespeare como una canción de Prince), al impedir la asunción de la capacidad de juicio electivo (pues si todo vale es que ya nadie vale más que nada), anula el ejercicio del derecho a la libre emancipación personal. En efecto, emanciparse es liberarse de la sujeción al oscurantismo. Pero el hedonismo, so capa de absoluta permisividad generalizada, constituye un nuevo oscurantismo al impedir la educación del libre albedrío, que implica poder y saber decidir qué vale más.
En fin, la alternativa a esta contraposición reside en otra postura que pudiéramos denominar no tanto cínica como escéptica. En realidad resulta heredera de un clásico, Bernard de Mandeville, para quien los vicios privados producen virtudes públicas: el egoísmo hedonista es el mejor multiplicador de la creación de prosperidad agregada. Y de hecho, en contra de Bell, el hedonismo no es el freno, sino el motor del capitalismo, sobre todo en nuestra sociedad de consumo de masas. En la actualidad es Hirschman el heredero de Mandeville que mejor ha explorado esta vía paradójica. De hecho, para él, tan racional pero tan frustrante puede ser el hedonismo consumista como el sacrificio altruista. En efecto, hay tiempos en que predomina la búsqueda de satisfacción mediante el consumo privado, que pronto decepciona; en consecuencia, aburridas del hedonismo, las gentes se lanzan al compromiso colectivo y a la militancia solidaria. Pero también la entrega desinteresada a una causa termina por defraudar; y así, desencantada, la gente se retira al interior de su vida privada, materialmente entregada al cultivo de sus intereses hedonistas.
¿De qué depende semejante dicotomía? Para Hirschinan, de la diferencial duración de la utilidad que los distintos bienes procuran. En efecto, hay bienes o conductas que proporcionan tanta mayor gratificación cuanto más efímera sea su perdurabilidad: así, los alimentos, las diversiones, las aventuras y demás bienes perecederos. En cambio, existen otros cuya satisfacción surge precisamente de lo prolongado de su utilidad, como es el caso de las inversiones productivas o los bienes de consumo duradero. Ambas categorías generan decepción: una, por saciedad; otra, por frustración. Pero es el caso que cada categoría consiste en el antídoto capaz de anular la insatisfacción causada por la otra: lo duradero parece atractivo tras la saciedad de lo efímero, mientras esto último sólo resulta excitante tras el hastío provocado por aquello otro.
Pues bien, esta contraposición de Hirschman puede ser utilizada para solucionar el problema planteado por Finkielkraut. Es cierto, en efecto, que hoy todo vale: basta que se genere demanda suficiente para que se ponga de moda. Pero lo característico de la moda es que todo se pasa de moda: las cosas se quedan anticuadas y dejan de comprarse y de venderse. Así, la moda impone el culto de lo efímero. Pero la moda, además de sus funciones como instrumento de estratificación social, es el principal regulador del cambio social. En entornos cambiantes es preciso que los comportamientos evolucionen y se adapten: que las viejas conductas obsoletas caigan en desuso y se impongan otras más innovadoras y eficaces. Así, la moda se encarga de que la gente se modernice espontáneamente, sin despotismo ilustrado de ninguna clase.
Pero la sociedad no sólo precisa regular el cambio social. Además debe regular su continuidad. No sólo hay que sustituir las conductas inservibles por otras mejor adaptadas. Hay que reproducir además aquellos comportamientos esenciales para la sobrevivencia del sistema social. Antaño era la religión la institución encargada de comunicar este principio de eternidad. Pero hoy es el arte el que suple con creces la función de la religiosidad: el arte impone el culto de lo eterno. Así, el arte es el regulador de la continuidad social, mientras la moda es el regulador del cambio social.
El arte implica que los objetos valgan tanto más cuanto más perduren: su valor se incrementa con el paso del tiempo. En cambio, la moda implica que los objetos valgan tanto más cuanto menos perduren: su valor se reduce con el paso del tiempo. Ambos principios son coexistentes, y, aunque opuestos y contradictorios, se implican recíprocamente. Se equivoca, pues, Finkielkraut cuando reduce la escena cultural a puro efecto-moda. Es cierto que hoy todo vale. Pero sólo por un día, pues casi todo deja de valer enseguida. Casi todo, pero no todo: una pequeña parte (a la que ex post se la juzgará como la más valiosa) sobrevivirá e irá llegando a valer cada día más. Éste es el efecto arte, que de ninguna manera podría llegar a existir si no se diese, ex ante, el efecto moda. No hay, pues, nada de oscurantista en el consumismo hedonista de moda. Por el contrario, es la condición necesaria y suficiente para que, ex post, surja el arte emancipador como por generación espontánea.
Y cabe invitar al lector a que considere la pareja moda / arte como metáfora de esa otra pareja antes aludida: consumo / inversión productiva, creadora de riqueza futura. Al fin y al cabo el arte es la inversión más rentable de todas. El problema (como sabe todo inversionista que debe adivinar cuál de los actuales pintores de moda llegará a ser considerado en el futuro un gran maestro de la pintura) reside en que sin el consumo actual de moda no hay creación de arte futura.
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